Siendo el patrón de infinidad de ciudades y pueblos de Europa, el milagroso San Roque (Montpellier, c. 1295 – 1379) es el más festero del panteón de santos del Cielo, a lo que, sin duda, ha contribuido que su celebración caiga en la canicular fecha del 16 de agosto, cuando las agobiantes calores del día piden al cuerpo rancho ligero, siesta y nocturna verbena.

Durante la peste de 1348, que diezmó a muchas naciones de Europa, el joven Roch (Roque) se dedicó, en tierras de Italia, a sanar a los enfermos bajo el signo de la cruz. Hasta que un día él mismo contrajo la enfermedad. Así que para evitar contagiar a otras personas, el santo se retiró a un bosque próximo de la ciudad de Plasencia. En aquel apartado lugar, el perro de un noble lo encontró y auxilió, llevándole todos los días en su boca un panecillo –que el can hurtaba de la tahona de su noble dueño– para alimentarle.

La tradición dice que el santo fue sanado de la peste por un ángel, que tocó con sus dedos las llagas que presentaba en sus rodillas, al tiempo que le anunciaba que todo aquel que implorara el favor de San Roque, al punto quedaría sanado de la enfermedad.

Hay que tener en cuenta que la historia de la Humanidad está marcada por la acción devastadora de grandes epidemias. Así, la viruela comenzó a propagarse ya en la Prehistoria y miles de años después, la carencia de higiene convirtió a la peste en una letal enfermedad en la Antigüedad Clásica, y muy especialmente a lo largo de toda la Edad Media. Así mismo, las epidemias de cólera se sucedieron a lo largo de todo el siglo XIX, y las acaecidas en Europa en 1855 y 1885, fueron especialmente virulentas en España. El siglo XX no sería mejor, y en 1918, año en que finalizó la I Guerra Mundial, se declaró una epidemia de gripe que afectó a más de la mitad de la población mundial. Y hace tan solo dos años nadie hubiera podido imaginar siquiera que actualmente estaríamos viviendo la terrible pandemia de covid.

De manera que aquí tenemos la explicación del culto que, desde hace siglos, se tributa al sanador San Roque, al que la iconografía muestra con capa, bordón y sombrero adornado con vieira de peregrino a Santiago (a pesar de que nunca peregrinó a Compostela, sino a Roma) reposando a sus pies su fiel compañero, el perro Roquet (Roquico) con un pan en la boca. Muchos cuadros y esculturas representan también al santo con un ángel señalando hacia su rodilla, en la que muestra sus llagas de apestado. Su capa es de color rojo por ser el que se utilizaba para identificar a los enfermos de peste. A veces incorpora también una cruz roja, recordando a la que –según la tradición– tenía el santo, de nacimiento, marcada en su pecho. La misma cruz roja que portó sobre sus hábitos el santo enfermero Camilo de Lelis (1550-1614) cuyas atenciones a los enfermos de peste en Roma, así como las que posteriormente los frailes de la Orden religiosa que él fundó prodigaron en los campos de batalla, constituyeron el precedente de la Cruz Roja Internacional, fundada en 1863 por el suizo Henry Dunant.

Pero volviendo a San Roque ¡qué sería de él sin su perro! En Francia le llamaron Roquet –lo que para los aragoneses sería Roquico– que a su vez da nombre a una raza de perro de compañía. También existe una tierna leyenda que cuenta cómo en el momento de llamar a las puertas del Cielo, San Pedro le puso como condición al santo que habría de dejar fuera a su fiel compañero. Y como San Roque se negara, finalmente accedió y entraron los dos.

Y si no fue galgo corredor el perro de San Roque, en la celebración de sus fiestas tradicionales no faltaron antaño (como en Torralba de los Sisones) las carreras de pollos (premio que se daba al ganador) ni el baile. Así, no es un Roque and roll, sino el tradicional «Baile de San Roque» que, como ofrenda que la villa le hizo al santo por haberla librado de la peste en 1885, se baila en Calamocha el día de su festividad (16 de agosto) así como al siguiente (día de San Roquico) y el domingo posterior.

Y para corroborar lo festero del santo protector de los enfermos, nada mejor que un refrán, como éste que dice: «Por San Roque en agosto la calor, dará en septiembre al vino su color».