Opinión

No lo haré más, mamá

El único objetivo máximo de los líderes independentistas es seguir viviendo del mito de la independencia

Manifestantes independentistas en Barcelona.

Manifestantes independentistas en Barcelona. / EFE - Alejandro García

Lo diré con toda claridad: existen políticos tan miserables en este país nuestro que pretenden (y a veces consiguen) transformar un problema de Estado tan serio como las tensiones independentistas en Cataluña en una polémica estúpida que tiene tintes pueriles y, a veces, ridículos.

En mi lejana niñez, cuando hacías una trastada (yo, muchas, porque era un trasto) y te castigaban por ello, tenías que prometer que no lo harías más para obtener el perdón. Como si aquellos niños hubiésemos sido dirigentes de Esquerra Republicana o de Junts per Cat, solo que al revés.

Exactamente al revés: ellos aseguran que lo volverán a hacer (ho torna-rem a fer) cuando alguien les exige arrepentirse de los acontecimientos que protagonizaron en 2017. Pero son conscientes de que mienten igual que mintieron antes a sus votantes, cuando los encandilaron con la promesa de una república independiente. No, no volverán a hacerlo. Saben perfectamente que, aquí y ahora, es imposible. Igual que lo sabían entonces.

¿A qué viene, pues, esa actitud que solo sirve para generar expectativas que serán inevitablemente defraudadas? La respuesta es simple: se trata de una cortina de humo para ocultar la realidad a los más crédulos y mantener el precario andamio que sostiene su profesión. Ese el único objetivo: mantenerse el mayor tiempo posible viviendo del dinero público en un espacio político imaginario que tiene como horizonte la declaración unilateral de independencia.

Pero ellos saben que ese horizonte es irreal. Un espejismo que ponen ante los ojos de sus votantes a sabiendas de que no existe. No se lo creen, como no creían en los tiempos del procés que Cataluña fuese a alcanzar la independencia por el mero hecho de proclamarla. La mejor prueba de lo que digo es que, presionados por las organizaciones independentistas que habían creado alimentado y pagado, declararon una especie de independencia de juguete que suspendieron inmediatamente después, antes de salir huyendo como alma que lleva el diablo o esconderse.

Sabían que, a partir de ahí, se había acabado el chollo y solo podían esperar a que les llovieran los palos. Entre ellos, y deseo que así suceda, la obligación de devolver todo el dinero público gastado ilegalmente.

Bien, pues hoy pasaría exactamente lo mismo porque estamos en el mismo aquí y ahora. Los líderes independentistas no se llaman a engaño, pero mienten a conciencia cuando hablan de sus objetivos máximos, amnistía y autodeterminación, mientras se sientan a una mesa de diálogo que, en esos términos, sería inviable. Ni este Gobierno ni ningún otro en España puede saltarse a la torera la Constitución (la amnistía generalizada está excluida de ella) ni reconocer un derecho inexistente, fuera del ámbito de la descolonización, para la comunidad internacional. No creo que nadie haya tenido jamás esa tentación, pero, si así ha sido, no cabe duda de que se trataría de un suicida político.

No, sus objetivos máximos no son esos. El único objetivo máximo es seguir viviendo (a cuerpo de rey) del mito de la independencia. Y, en algún caso ilustre, agarrarse a ese clavo ardiendo para escurrirse de sus responsabilidades penales, ya algo más que presuntas. Si alguien lo pone en duda, no tiene más que echar un vistazo a los currículos que aparecen en las listas electorales independentistas, tanto de Esquerra como de Junts per Cat. Repasen las listas. ¿De dónde vienen? ¿De qué han vivido? ¿Qué han hecho? ¿Dónde han trabajado? ¿Qué profesión tienen? La mayoría, ninguna. El presidente de la Generalitat, por ejemplo, hizo su aprendizaje político como nieto de un alcalde franquista (y, después, del PP). Su única experiencia laboral es como becario.

En consecuencia, es difícil encontrar un solo argumento para dar la menor relevancia a sus fanfarronadas que suenan a hueco desde que las pronuncian. Lo que no quita para que sea importante mantener abiertos todos los cauces que puedan reconducir la situación a unos niveles aceptables de estabilidad y creo que, en ese sentido, el Gobierno de España lo está intentando, primero con los indultos (individuales, no colectivos) y, segundo, con un diálogo que deja sin valor sus quejas victimistas. ¿Funcionará? Eso no lo sabe nadie y, en el fondo, dependerá de muchas otras cosas. Entre otras, de la virulencia con la que respondan las bases indepes ante la menor renuncia. Como es bien sabido, una vez suelta la bestia no es sencillo devolverla al corral.

Sin embargo aún gastamos tinta, saliva y energías en este debate absurdo. El Partido Popular se opone a toda negociación para resolver el contencioso político que, ese sí, es bien real. Lo volverán a hacer, exclaman escandalizados, no renuncian a la independencia… Y con ello otorgan carta de naturaleza a un imposible. ¿Realmente Casado y los suyos lo creen así? Pues tampoco. Su objetivo no es defender la unidad de España sino uno muy parecido al del nacionalismo radical catalán: alimentar los temores de los más indocumentados entre sus votantes y mantener el problema catalán como banderín de enganche para captar sufragios, cuando lo lógico sería presentar alguna alternativa viable y razonable.

Un lamentable espectáculo al que solo veo una salida. Que, de una puñetera vez, la mayoría sensata del país vuelva la espalda a los farsantes.

Y que, como en nuestra infancia, nadie se crea las promesas de enmienda (o, en este caso, de no enmendarse). No lo volverán a repetir, se juegan su profesión, su modus vivendi. Y, por lo tanto, los votantes deberían actuar en consecuencia.