A lo largo de la historia, numerosos autócratas han detentado el poder político; es decir, lo han ejercido de modo ilegítimo. En el siglo XX han sido legión los que lo han hecho, como los dictadores Primo de Rivera y Franco en España, Hitler en Alemania, Mussolini en Italia, Stalin en la URSS o Pinochet en Chile.

En ocasiones, esos dictadores llegaron al poder mediante golpes de Estado cruentísimos, como Franco, o en otros, como Hitler, tras pasar por las urnas, para liquidar la democracia una vez asentados en el gobierno, y algunos tras una revolución, como Castro en Cuba o Mao Tse Tung en China.

Desde luego, algo inquietante y extraño debe tener el poder político para que unos sean capaces de llegar a matar para obtenerlo y conservarlo y otros a dedicar su vida y todo su empeño para conseguirlo y mantenerlo.

Aunque de manera diferente y desigual, por supuesto, unos, los que han llegado al poder mediante la violencia y el crimen, y otros, los que lo han logrado en las urnas, manifiestan una clara intención de quedarse allí de manera permanente; aunque hay algunas rarísimas excepciones, sí.

Una vez en el poder, unos y otros suelen hacer ostentación de ello; es decir, están encantados de exhibirse «con vanidad y presunción», que eso significa «ostentar». La casta política española actual no pierde ocasión para ostentar su poder, y lo suele hacer con una parafernalia y un boato que de tan presuntuoso y fatuo se manifiesta ridículo.

Fue el caso, por ejemplo, del encuentro entre el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, con la presidente de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, cuando ambos dirigentes aparecieron rodeados de tantas banderas, al más puro estilo nacionalista estadounidense, que aquello semejaba una tienda de retales y no una entrevista entre dos políticos españoles y residentes en Madrid.

Algo parecido, pero si cabe todavía más grotesco, se ha producido en la reunión esta misma semana entre el propio Sánchez y Pere Aragonès, presidente de la Generalitat de Cataluña. La llegada del presidente español a la sede del gobierno catalán parecía propia de una fiesta de carnaval, con guardia de honores de los mozos de escuadra, cabezazo a la bandera, paseíllo al más puro estilo taurino –solo faltaban los astados– y aparición y desaparición de la bandera de España, según quién hablaba, como si se tratara de un juego de trileros en las Ramblas.

En cualquier caso, es preferible que esta casta siga con su ostentación que sufrirla detentando el poder; dónde va a parar.

*Escritor e historiador