El asunto de los límites y su importancia ha ocupado a prácticamente todos los pensadores y científicos en que se me ocurre ahora pensar. No menos nos ha preocupado al común de los mortales en el día a día, en el modo de decidir y afrontar las batallas. De manera consciente o no cada paso dado es la respuesta al cuestionamiento previo sobre nuestras limitaciones. En lo sustancial creo que podría decirse que las posturas adoptadas al respecto son dos: la de quienes defienden su presencia y valor y la de quienes, por el contrario, rechazan o niegan su existencia, difundiendo la idea de que no hay más límites que los que cada uno se ponga.

Término medio

Lo que casi de manera automática nos sale es acudir al término medio entre ambas para hallar la virtud. Sin embargo, en este caso niego la mayor y lo justificaré. No creo que en esta ocasión buscar ese punto sea la solución pues si Aristóteles estaba en lo cierto «la virtud es una disposición voluntaria adquirida, que consiste en un término medio entre dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto», pero aquí no hay dos extremos malos sino dos formas posibles de afrontar la vida, ninguna de ellas inconsistente o absurda. Supongo que quienes optan por la segunda, los que atribuyen a los límites una validez meramente subjetiva próxima a la cobardía, sostienen esa opinión porque los conciben como un mal, como una amenaza que restringe las posibilidades de nuestro libre desarrollo. No es ese mi punto de vista.

Lo dejó dicho Ludwig Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los de mi mente»

Yo no veo frenos en los límites sino aguijones, exigencias, estímulos que nos instan a la superación, pero también balizas que nos salvan de las ilusiones que puedan llegar a ser destructivas. No creo que sin la conciencia de unos límites, a los que, por supuesto, estamos obligados a desafiar si a lo que aspiramos es a concebir y vivir proyectos, nuestra existencia fuera más fácil o mejor. Al contrario, me temo. Si hay un ámbito en que resulta tan evidente que los límites existen como que la última palabra sobre nosotros no la tienen ellos sino a la inversa, es el lenguaje. Ese magnífico filósofo, matemático, lingüista y lógico austriaco, aunque nacionalizado después británico, que fue Ludwig Wittgenstein dejó dicho, y yo diría que demostrado, que «los límites de mi lenguaje son los de mi mente».

Desasosiego

Supongo que me excusarán y comprenderán mi inquietud si, como hago a menudo, vuelvo la mirada hacia la política. Siendo ello así, si los límites del pensamiento son los del lenguaje, ¿cómo no sentir desasosiego al conocer prácticamente a diario que las expresiones empleadas por buena parte de nuestros representantes no solo son pobres sino a veces torpes e inadecuadas repitiendo clichés, muletillas, frases hechas y menguados argumentarios, cuando no directamente insultos, vejaciones y difamaciones al más puro estilo de patio de instituto? (aún pienso en el patio de los coles como un lugar casi sagrado de juegos y risas). Dada y conocida esa gran debilidad solo se me ocurre que sería de agradecer que pusieran en práctica el sabio consejo de otro sabio, Beethoven, «nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo». He ahí un difícil desafío a sus límites.