Varios pares de zapatillas. Carcomidas y retorcidas por la erosión del sol. Duermen en el alféizar de una ventana que desnuda el interior del aula. Dentro yace un bodegón de objetos muertos sobre polvo y excrementos de bestias. Nadie diría que esa era una escuela llena de pureza, ruidos y lecciones. O la casa de Santiago Pena, la última habitada en Estall. Resistió solo hasta 2003 cuando marchó a Benabarre. Años de resistencia baldíos, demasiado pocos, insuficientes para salvar los escombros caídos antes del despegue turístico de las cercanas pasarelas de Montfalcó.

La soledad de otro último vecino motivó la escritura de 'La lluvia amarilla', la despedida de Andrés de Ainielle, seguramente el relato más popular que ha recogido la marcha silenciosa, continuada y despiadada que desde el Altoaragón nutre la fábrica de la ciudad desde la revolución industrial.

El dramaturgo y director oscense Jesús Arbués llevará en abril al escenario del Olimpia la adaptación de la novela de Julio Llamazares. Estrenada con éxito en el Teatro Español de Madrid, ahora toca revalida del aplauso en casa. El desconsuelo, el abandono, la nostalgia, la tristeza se enredan en un guion que simboliza ese devastador exterminio que ha llevado a la desaparición del mapa de muchos pueblos.

El periodista Andrés Santafé ha puesto en ‘maps’ la ubicación exacta de los despoblados de Huesca con una ligera descripción

Un vistazo muestra en internet esa pérdida irreparable. El periodista Andrés Santafé ha puesto en ‘maps’ la ubicación exacta de los despoblados de Huesca con una ligera descripción. Se cifran unos 300 municipios abandonados, condenados por pantanos, la lejanía de la carretera, la luz y el agua, por la modernidad, el poder, el hambre y el hombre.

Hace pocos menos de un mes la excelente Laura Carnicero firmaba un reportaje en este diario en el que apuntaba que en Aragón hay unas 200 localidades con menos de 100 almas. ¿Cuál será el próximo Ainielle en ese mapa de Santafé?

La añoranza genera mitos y los mitos son fantasías. La exaltación del último vecino, de ese Santiago Pena real o de ese Andrés de Casa Sosas irreal, alimenta el romanticismo de un campo que no volverá, que languidece, como su legado, cultura, estilo de vida, tradición, un país que fue, hasta una lengua colgada de un pasado de difícil recuperación bajo las ruinas de esos olvidados. Un lamento por una existencia perdida, por la sombra de la propia muerte, que no salvará a más zapatillas retorcidas, pero que debe ser cicatriz para no olvidar que el mundo rural se merece algo más que ser segunda residencia, parque temático de recreo urbanita o discoteca con vistas para aquellos que nunca lo lloraran.