El Periódico de Aragón

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Sergio Ruiz Antorán

Desde Tolva

Sergio Ruiz Antorán

Manoletina, colador y frasco

Como los amores verdaderos, llegó inesperada. Mudita, inocente, allí estaba posada, esperando a nadie. Sin sentido, sin su siamesa. Como esa pieza que no encaja, como nosotros, bañistas de verano entre el lodo y la vegetación, lejos del mar.

La extrañeza del encuentro hizo cosquillas en nuestra imaginación. De punta pulida, blanca, casi abrillantada y suela hundida como Titanic desgarrado. Su viaje había raído los laterales hasta dejar ver las costillas del armazón. Pronto surgieron relatos de memorias inventadas de esa niña que una vez calzó esa manoletina olvidada. Quizá fue regalo de madre en su comunión, ese día tan feliz. Quizá lujo de domingo de una familia humilde con bancada al fondo de la iglesia. Quizá de vuelta al pueblo, de la ciudad migrante, para mostrarse pudiente a los yayos que quedan viejos como la casa. Sea como fuese, el olvido zarpó para siempre para calzarse varada en los largos pies de ese embalse seco.

El descubrimiento alimentó el juego de inventar relatos y avivó la mirada que rastreaba otros objetos muertos entre maleza y fango. Nos saludó un colador de alambres, huido de una cocina de armarios vacíos. Cercano quedaba su vecino el frasco de cristal. Intacto, de cuello delgado y tapón enroscado. Señalamos al contenido de un medicamento evaporado, residente en una farmacia que cerró hace tantos años que parecen siglos. Regentada por un licenciado que en la trastienda jugaba a ser alquimista de viejas y curandero de jornaleros machacados. Quizá elaboró algún ungüento sanador a la inocente niña de la manoletina.

El agua para los bañistas seguía lejos. El pantano se retiraba por la sequía enseñando la erosión de sus laderas y la vergüenza de un lecho por donde no pasa nadie y nada queda. Sólo unas paredes que aún resisten macizas. Son las antiguas salinas de Casserres del Castell, abandonadas en ese lugar que en sus fotografías amarillas revive con más de doscientas casas y mil habitantes, desde donde salían los gaiteros hacia las fiestas de Graus, cerca de Estanya. Ahora solo queda la torre esmochada de la que fuera la iglesia castrense que vigilaba el paso del río Caixigar, y las ruinas enzarzadas en sus calles molidas en las que los bomberos hacen sus prácticas de rescate. Cerca la jauría de los cazadores lo quiere todo. Como las eléctricas.

Porque lejos quedó la luz y la civilización, extraña paradoja para esos que apresaron sus campos para producir energía para la ciudad que les esperaba en una migración forzosa, dejando atrás frascos, coladores y calzados de domingo, olvido callado en el lodo de la codicia.

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