El Periódico de Aragón

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Editorial

Inspección en Zaporiyia

Las alarmas de seguridad activadas en Europa desde marzo, cuando el Ejército ruso se hizo con la central nuclear de Zaporiyia, la más grande de Europa, no han dejado de emitir señales cada vez más atronadoras a raíz de los combates habidos en su vecindad, de la desconexión y conexión de varios reactores no del todo aclarada y del cruce de acusaciones entre los contendientes. La advertencia hecha por António Guterres, secretario general de la ONU, en el sentido de que «cualquier ataque a una central nuclear es suicida» apenas ha tenido efecto en orden a serenar los ánimos, recalentados en grado sumo a principios de agosto por las declaraciones del general ruso Vitali Vasiliev: «La central nuclear de Zaporiyia será nuestra o de nadie». Todo ello en medio de la opinión compartida por muchos analistas militares sobre el bloqueo de la guerra, sin cambios sustanciales en los frentes.

De ahí que resulte moderadamente esperanzador el desplazamiento a la central de una comisión de 14 expertos de la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA), encabezada por su director general, Rafael Grossi, cuya labor de inspección empezará antes de acabar la semana. El hecho de que Vladímir Putin haya aceptado la presencia de la OIEA in situ después de largas y complejas negociaciones en las Naciones Unidas debe servir para evaluar al menos cuatro datos esenciales: que no se ha producido fuga alguna de material radiactivo, que los sistemas de seguridad de los seis reactores funcionan sin problemas, que son adecuadas las condiciones en las que trabajan los empleados de la planta y que se encuentra en Zaporiyia el material radiactivo declarado en su día por las autoridades ucranianas.

Para que la misión internacional cumpla tales objetivos es preciso que los técnicos desplazados a Ucrania disfruten de absoluta libertad de movimientos y tengan garantizada su seguridad, dos condiciones que se supone que el ocupante ruso está dispuesto a respetar, aunque la situación es demasiado volátil para no albergar dudas. Las negociaciones habidas en la ONU, en las que participó Ucrania, caracterizadas por la desconfianza mutua y el deseo de explotar políticamente el acuerdo, obligan a la cautela, aunque es evidente que doblado el cabo de los seis meses de combates, todo avance para limitar los riesgos depende de la disposición de las partes a respetar lo acordado.

Solo una supervisión independiente de la situación en Zaporiyia puede tranquilizar a la comunidad internacional, que retiene en la memoria qué supusieron el accidente de Chernóbil o el desastre de Fukushima. La diferencia es que, en ambos casos, las centrales nucleares no se hallaban en medio de un campo de batalla como sucede con la planta ucraniana. De ahí que por más explícito y preciso que pueda ser el informe que redacte en su día la comisión de la OIEA, es de desear que suficiente para disipar las reservas sobre el grado de seguridad de la instalación, lo verdaderamente trascendental es que ambos bandos renuncien a prodigarse en ataques que, queriendo o sin querer, pueden provocar una verdadera hecatombe. Si fuese posible, con una zona neutral o de exclusión de movimientos militares en torno a la instalación. Pero la estrategia de la victoria final alentada por la propaganda de rusos y ucranianos y la ausencia de negociaciones específicas para detener la guerra entrañan el peligro cierto de que Zaporiyia siga siendo un objetivo de los combatientes.

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