El Periódico de Aragón

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José Mendi

Alegría artificial

Los pacientes que sonríen por encima de sus posibilidades requieren de un apoyo profesional

Comprendemos muy bien el sufrimiento, pero nos descentramos con la satisfacción. Hemos construido un lenguaje, rico y detallado, que especifica el malestar hasta en sus más pequeñas molestias. En cambio, utilizamos la palabra felicidad, desde la filosofía, con la indeterminación que nos da su disfrute concreto. Preguntamos al resto si están bien y sólo atendemos sus respuestas, con nuevas interrogantes, si nos contestan que podrían estar mejor. La normalidad no se valora como bondad, sino como rutina.

Tenemos un serio problema cultural con lo agradable. La importancia de atender a lo malo tenía una finalidad biológica que nos defendía de las amenazas del entorno. Los humanos arrastramos ese guiño evolutivo que nos lleva a prever, como prioridad, todo lo malo que puede suceder. Así multiplicamos los problemas, tras analizar las consecuencias de todo lo que podría salir mal.

Valoramos lo que perdemos, salvo el peso, porque tememos a nuestros competidores. Esta capacidad heredada de nuestro pasado primitivo, ha servido para engordar la teoría de las religiones que garantizan el dolor y la represión, como estaciones de paso hacia otra vida ficticia. Las conductas de sumisión a la angustia son una fábrica de sacrificados. Esos personajes que se alimentan de las culpas de los demás.

El desarrollo tecnológico busca que los objetos sean cada vez más autónomos y que, al mismo tiempo, las personas sean más dependientes. Ya lo decía Pávlov: «condiciona a la gente para que no espere nada y tendrás a todos excitados con la mínima cosa que les ofrezcas». Y eso que las únicas redes sociales que conoció el ruso eran las que utilizaba para atrapar a los perros que torturaba.

Como vivimos en una sociedad de consumo, es imposible que sepamos o nos enseñen a valorar aquello que ya disponemos. De hecho, desde que nacemos, nos inducen a poner en valor lo que deseamos y no lo que tenemos. Si aprovechamos esa tendencia genética a esperar lo peor, para que así nos alegremos de lo habitual, implantaremos en las personas la alegría artificial (AA), como sucedáneo de la inteligencia digital. Nos obligan a estar contentos para formar parte del decorado social. Lo que, paradójicamente, resulta muy triste. No es una patología, pero tanta sobreactuación produce malestar.

Luego, tenemos un fenómeno más preocupante. Las sonrisas de celofán conducen a la llamada depresión sonriente. Un término que no existe como categoría diagnóstica en patología psicológica. Pero que se englobaría dentro de las denominadas depresiones atípicas. Es decir, que no reúne las características habituales de la depresión tradicional, como son la tristeza persistente o un bajo estado de ánimo que se mantiene en el tiempo.

Esta alegría de cartón piedra puede ocultar, en realidad, una depresión. La persona no expresa un tono apagado o lánguido. Más bien trata de aparentar normalidad y esa forzada alegría que nos preocupa como profesionales.

Los pacientes con una depresión tan atípica, que sonríen por encima de sus posibilidades, requieren apoyo profesional. Pero no pueden demandarlo porque necesitan mostrar una energía vital que oculte su trastorno. Aquí reside un riesgo serio, que incluye el suicidio, en los casos más graves. La concurrencia de comportamientos contradictorios que mezclan la alegría forzada con la tristeza ocultada, son señales que emiten estos de pacientes. La intervención clínica, junto a la detección y apoyo del entorno, debe ser inmediata.

La hipersensibilidad a los datos negativos es un trastorno de la política que causa inflamación en la oposición conservadora. Tenemos derecho a discrepar de las opiniones, pero no a vilipendiar a las personas por el simple hecho de que sus ideas no coincidan con las nuestras. La alegría forzada de las derechas españolas por un posible crecimiento electoral oculta, en realidad, una severa depresión para sus expectativas.

Los resultados de sus colegas republicanos de Trump no le han sentado nada bien a Feijóo. Ha sido la peor noticia para la misma estrategia de desgaste, incapacidad, fomento del odio y mentiras que siguen los populares en España. Ahora, acusan de traición a Sánchez por llevar al independentismo catalán a sus horas más bajas. El diálogo se lleva muy mal con las vísceras hipertrofiadas (de todos).

Se sienten más cómodos en Génova, con Almeida homenajeando al golpista de Millán-Astray, que reconociendo los méritos de Almudena Grandes. Son diferentes varas de medir. Una mide la inteligencia y otra, más corta, a su alcalde.

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