Atención Primaria

El desarrollo de la medicina es imparable y cada vez los avances son más trascendentes

Vicente Calatayud

Vicente Calatayud

Estamos soportando estos años un trasplante ideológico mitómano. Forman parte de él la interpretación de nuestra democracia por nuestros parlamentarios, en tiempo, forma y comportamiento; los avances tecnológicos suscitadores de leyes abusivas que alteran los valores éticos, académicos y sociales que guían a los ciudadanos; la justicia vapuleada; la sanidad, descuidada; y la evolución negativa de la enseñanza y los medios de comunicación. En general, se advierte una «desinformación controlada» que perjudica a todos nuestros oficios, profesiones e instituciones, excepto, diríase, a las castas políticas. Y la Atención Primaria en Sanidad es uno de los ámbitos más perjudicados, lo que se pudo advertir desde el comienzo de la pandemia.

Laín Entralgo, en su magnífico trabajo El médico y el enfermo, analizaba esta relación básica y predecía lo que podría ocurrir si fracasaba la «amistad» (amistad médica) entre el médico y su paciente, e indicaba: «El buen médico consigue que todos sus pacientes sean buenos pacientes».

Ocasionalmente siento nostalgia de la energía y voluntad de aquel personal sanitario (monjas incluidas) con quien socorríamos al que lo necesitaba. La vocación pesaba entonces más que la calificación para elegir estudios. El recién licenciado había adquirido los conocimientos suficientes para ejercer la profesión elegida e iniciaba el camino soñado para sosiego de su impulso vocacional. Nuestra sociedad de hoy, presuntamente más culta, pero erróneamente instruida en derechos y obligaciones, ha generado el «nuevo paciente», dotado de insólitas –hasta ahora– ideas y nuevos contenidos. Ello debería ir de la mano con un «nuevo médico», quien, como indicó Manuel Díaz Rubio, «…debe estar dotado de capacidad y decisión para enfrentarse a los nuevos retos y problemas que se plantean en el día a día de la nueva sanidad».

Los cambios producidos en la enseñanza y la práctica de la medicina han sido enormes. Así, las facultades ya no licencian, gradúan. Desaparece el médico de Asistencia Pública Domiciliaria, sustituido por el llamado «de familia». El licenciado podía ejercer como médico al terminar su licenciatura. Al graduado solo se le permite hacer el MIR, el sistema rotatorio establecido para cursar la especialidad. Pero ser médico ¿consiste en poseer una especialidad o es en sí una profesión para la que preparan las Facultades de Medicina? Sin médico domiciliario, se experimenta asombro, desconcierto, irritación y enojo cuando el médico o su entorno dicen: «Si no tiene cita previa no se le puede atender». Es un desprestigio para una institución que se define como de «Atención Primaria».

Despojada hace mucho de su ropaje de beneficencia y paternalismo, la relación médico-paciente ha cambiado: posee autonomía y en ella el asistido está muy empoderado. Pero las asociaciones de pacientes y otros foros de encuentro pueden desvirtuarla. El consentimiento informado marcó un hito histórico en esa relación. Además del «buen» o «mal paciente», típicos de antaño, abundan hoy el paciente lúcido o inteligente; el competente o experto; el sensible o emocional; el rebelde o descontento; el conectado o informatizado…

También cierta versión de la medicina socializada se interpone en esta íntima relación, pues el financiador la interfiere. La cara actualización tecnológica, medicamentos de alto coste, intervenciones complejas, trasplantes, etc., han hecho que el financiador (administradores, políticos, burócratas) intervenga en las indicaciones y decisiones de los médicos. A lo que sigue la aceptación del método por el paciente.

Las tensiones son enormes y las soluciones nada fáciles. La causa fundamental de estas tensiones es el paso del concepto de asistencia médica al de una medicina socializada, pero mal concebida y estructurada y, además, cara.

El médico no debe resignarse a ser un burócrata que ve intervenidas sus decisiones y propuestas. Y el paciente no debe aceptar sufrir las consecuencias de estas situaciones, ajenas al saber científico y que repercuten directamente en su enfermedad.

Esta nueva relación médico-enfermo pone de manifiesto que, cuando las decisiones son compartidas, los pacientes agrandan su confianza en el médico, cumplen mejor los tratamientos y mejoran los resultados terapéuticos. El problema visible es si quien toma la última decisión, en el diagnóstico y el tratamiento, es el médico, el paciente o el financiador. Problema delicado, pero abordable, que requiere conciliar y jerarquizar a las partes involucradas.

Y un punto más. Es imparable el desarrollo de la medicina y son cada vez más trascendentes las oportunidades diagnósticas y terapéuticas. A veces suponen un gasto tal para el financiador que dificulta la introducción de las mismas. Por eso no es insensato que pueda repartirse el gasto entre los servicios de salud tanto públicos como privados.