La otra campana de Huesca

Trasibulo le aconsejaba acabar con la vida de los personajes más notables y pudientes de la ciudad

Luis Negro Marco

Luis Negro Marco

Es al historiador griego Heródoto (siglo V a. C.) a quien se conoce como el Padre de la Historia. De su vida se sabe que para escapar de la tiranía de Ligdamis, cacique de Halicarnaso, hubo de huir de la ciudad, adquiriendo la condición de meteco, por lo que realizó largos viajes por Europa, Asia y África, interesándose por el estudio de las leyes, de las tradiciones, de las costumbres, de la religión y de la cultura de los pueblos que visitaba.

Y si bien Heródoto no inventó la narración en prosa de los hechos del pasado, sí fue el primero en darle los caracteres que elevaron, por vez primera, esta narración a la categoría de Historia. Y como primera autoridad en esta ciencia, nos legó en Las nueve Musas, algunas interesantes historias, entre la leyenda y la verdad histórica, como la que aconteció entre los tiranos Trasibulo (que gobernó la ciudad de Mileto, situada en la actual Turquía, en el siglo VII a. C.) y Periandro (cacique que, en la misma época que el anterior, dirigía con mano de hierro los destinos de la urbe griega de Corinto).

Un día, intrigado Periandro de cómo era capaz de mantener el orden en su ciudad, envió hasta el palacio de Trasibulo un mensajero, con la finalidad de que le enseñara cómo asegurar su poder y gobernar Corinto sin temer las desafecciones de sus súbditos más poderosos.

Una vez el mensajero llegó a Mileto, Trasibulo en persona acompañó al enviado de Periandro hasta las afueras de la ciudad y lo invitó a dar un paseo por entre los abundantes campos de trigo, a punto para la cosecha estival. Una vez allí, comenzaron a caminar por entre las espigas, al tiempo que -por vez primera- preguntó al enviado cuál era el motivo de su visita. Pero nada más que éste empezó con la exposición, Trasibulo, sin pronunciar palabra alguna, comenzó a cortar las espigas más altas, aquellas que sobresalían de las demás y que más carga de trigo tenían, arrojando las cabezas lejos de donde se encontraban.

Trasibulo atravesó todo el campo junto a su invitado, actuando del mismo, hasta que hubo destruido las más bellas espigas que hasta entonces habían adornado aquel dorado campo triguero. Y una vez hubieron regresado a su punto de partida, sin comentario alguno, ordenó al enviado que regresara a Corinto para reencontrarse con su amo.

En efecto, a su vuelta, el mensajero de Periandro hizo a éste un informe detallado y le comentó, contrariado, que Trasibulo no había respondido a su pregunta: «¿Cómo es posible que me hayas enviado a buscar consejo de un personaje tan loco que sin decirme nada se limitó a destruir lo mejor de su cosecha?» -le dijo.

Sin embargo, Periandro había entendido muy bien la lección que le enviaba su colega. Trasibulo le aconsejaba acabar con la vida de los personajes más notables y pudientes de la ciudad que gobernaba para que no se opusieran a su omnímodo poder.

Desde Trasibulo y Periandro, han transcurrido más de 1.600 años y ahora nos encontramos en Aragón, donde reina Ramiro II el Monje (1086-1157), a quien la nobleza y el pueblo llaman, menospreciándolo, «el rey Cogulla», en referencia al hábito que usan los religiosos -como él mismo lo fue- de las órdenes monásticas.

Irritado el monarca por estos desprecios y la insubordinación a sus postulados de buena parte de la nobleza aragonesa, Ramiro decide enviar secretamente un mensajero al abad del monasterio de San Ponce de Tomeras, en cuyo prudente consejo tiene gran confianza. Cuando el real mensajero llega al monasterio y se explica, el abad lo lleva al jardín y sin decir palabra, saca unas tijeras y empieza a cercenar las cabezas de rosas y pimpollos que allí hay, empezando por los más lozanos y crecidos. Hecho esto, el abab despide al mensajero, quien vuelve junto a su rey para contarle lo sucedido.

Ramiro II ha comprendido perfectamente lo que el abab, sin decir palabra, le acaba de decir cortando las más hermosas rojas rosas con sus tijeras. Así que, un día reúne en su palacio de Huesca a varios magnates de Aragón, para informarles de que tiene el proyecto de construir una campana cuyos tañidos se van a oír por todo el reino. Así que, divertidos con la nueva ocurrencia de este monarca, al que consideran tan simplón, ninguno de aquellos nobles revoltosos falta a la cita para humillar al rey en la capital oscense. Pero no les sale bien la treta, puesto que, habiendo reunido el rey en su cámara a gente de su entera confianza, conforme van entrando en la sala de invitados, van siendo decapitados. Y así hasta un total de 15 de ellos, cuyas 15 cabezas cortadas quedan formando un círculo del que, en su parte central, pendiendo de una cuerda, cuelga la cabeza del obispo de Jaca, el más rebelde de todos, a modo de badajo.

De manera que oídos los tañidos de aquel horror y barruntada la sangre derramada, el temor atenaza a quienes acaban de librarse de perder la cabeza, por lo que pronto deponen su altanera actitud y acatan sin pestañear la autoridad real.

Como se ve, la historia de Trasibulo y Periandro y la de Ramiro II y la campana de Huesca, se asemejan como dos idénticos toques de campana. Y si el primero tiene algún atisbo de verdad, la del rey monje no parece sino una leyenda que algún cronista de la época, bien conocedor de la Historia antigua, reutilizó para ilustrar una situación del reinado del monarca que entroncaba con el significado de la leyenda.

De manera que, fuese real o no el relato de La campana de Huesca, podríamos dar aquí por bueno el aforismo del filósofo italiano Giordano Bruno (1548-1600): «Se non é vero, é molto ben trovato» (si no es verdad, al menos la ilustra bien) respecto a que el fin más alto que le corresponde a la Historia, no es otro que el del conocimiento de la verdad, aunque -paradójicamente- no siempre lo que diga sea cierto.

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