María

Olga Bernad

Olga Bernad

Hay demasiados famosos a los que les da por morirse y uno no daría abasto si se centrara en las necrológicas, pero de vez en cuando la noticia de la muerte de alguien te produce un pellizco en el corazón porque los humanos somos así: tendentes al sentimiento. El jueves se nos fue María Jiménez, que me gustaba a rabiar, aunque mis amigos mods y mis amigos rockeros, tan english ellos y tan americanos, se rían de mí cada vez que encaro el tema.

María fue una musa de mi infancia en esa España harta de tragedias y peinetas, cuando era guapa y libre y provocadora como una mala muhé y cantaba con gesto de orgasmar para pasmo del folklore antiguo y desbarajuste de la entonces nueva modernidad. Tenía una voz acanallada y potente, llena de matices trágicos, una voz como suele ser la vida de las mujeres con carácter y ternura, como ella misma, cortante a veces y dulce otras, capaz de desconcertar. En su descaro militante yo adivinaba también una suerte de inocencia, y ese candor lleno de mundo me parecía (y me parece) fascinante.

Su gesto era exagerado, su tinte rubio también, y desde luego lo eran las letras de sus canciones, pero sin embargo transmitía una clara autenticidad. Se reinventó vestida de pavo real cuando pretendían olvidarla, y se marcó un disco, ya en su madurez, donde su voz estaba mejor que nunca, con matices ahumados como el mejor whisky después de dormir muchos años respirando en barricas de roble. Eso no se improvisa. La última vez que vi una entrevista suya la encontré mayor y serena como por fuerza mayor, aún se divisaba en el fondo de las respuestas un brillo de navaja abierta. Me gustaba María, espero que haya un cielo donde pueda levantarse la falda mientras canta y enseñar esas piernas ahora para siempre eternas en algún lugar. Que la tierra le sea leve.

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