AL TRASLUZ

El alma y la precisión

Hace tan sólo unos días comencé a leer El hombre sin atributos. Lo digo a modo de confesión pues me produce cierta vergüenza no haberlo hecho antes. En realidad, debería haberlo hecho mucho antes, pero por distintos motivos fui posponiéndolo. No puedo culpar a la falta de tiempo, sería una excusa demasiado fácil pues eso es lo que siempre nos falta. Por distintas razones antepuse otras lecturas y ahora, según me adentro en las más de 1.500 páginas, creo que tal vez no haya sido un error, quizás esté bien así pues es muy probable que de haberlo leído con anterioridad no hubiera contado con los recursos suficientes como para estar a su altura. Si cuento todo esto es porque el título que hoy encabeza esta pequeña ventana de opinión es parte del que da nombre a uno de los capítulos de ese gran libro. En él se habla del alma y la precisión como símbolos de los «dos árboles de la vida»: el corazón y el cerebro. He ahí el eterno dilema en torno al cual se desenvuelven nuestras vidas. Recorrer párrafo a párrafo este libro constituye en sí mismo un ejercicio de asombro y humildad, una sensación acompaña a la otra. Asombro al descubrir hasta qué punto el ser humano es inteligente, nunca la Inteligencia Artificial será capaz de crear una obra semejante, y humildad al reconocer la distancia que me separa de «los grandes». Creo importante descubrir o redescubrir de vez en cuando voces que nos devuelvan cierta fe en eso que se llama Humanidad, una confianza tan esperanzadora como agotadora. No he acabado el libro, me llevará muchos más días hacerlo, cuando lo comencé me convencí a mí misma de que pese a su enorme extensión era una forma proporcionada de emplear los ratos de ocio. Ahora me doy cuenta de que no es ocio, ni negocio, sino que más bien se trata de dar respuesta a la eterna necesidad de comprender y que ello, por sí mismo, se sitúa en una esfera diferente. Una comprensión que me valdrá para todo y para nada, para todo cuanto tenga que ver con el alma y para nada cuanto tenga que ver con la precisión. Hace poco alguien me decía que la «la Filosofía del Derecho no sirve para nada», no me convence la respuesta que di a continuación, de algún modo entré en su juego de justificar la supuesta importancia de las cosas según la cuenta de resultados y el balance de beneficios, por supuesto económicos. Quien me lo dijo no es mala persona, diría que más bien al contrario, lo que me entristeció más pues volví a comprobar que el ser buena persona no garantiza las buenas razones, ni siquiera el sentido común. Volví, para mi disgusto, a corroborar que aspirar a que el pensamiento complejo sea considerado útil es una labor condenada al fracaso. No por ello dejaré de intentarlo, aunque bien sé que mi tarea será tan infecunda y fatigosa como la de Sísifo cargando con su piedra. No hacía filosofía del Derecho –es difícil, porque era ingeniero–, pero sí diría que está repleta de filosofía, que es tanto como decir de lucidez, la obra de Robert Musil: «los esfuerzos de todos los que se sienten llamados a restablecer el sentido de la vida coinciden hoy en despreciar la reflexión (…) en cambio se contentan con los conceptos rápidos y las semiverdades allí donde se multiplican las opiniones hasta el infinito». Y lo decía allá por 1930 nada menos, imagínense qué podría decir ahora. Lo que además de todo eso yo les digo en un día tan especial como el de hoy es: feliz 2024.

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