Opinión | FIRMA INVITADA

De Laluenga a la isla de la Tortuga

Juan Francisco de Montemayor Córdoba y Cuenca, natural de Laluenga, marcó el inicio del fin del dominio que sobre los mares del Caribe habían impuesto los bucaneros y filibusteros, sufragados por Francia e Inglaterra

Para los amantes de la saga Piratas del Caribe (5 películas hasta el momento) protagonizada por Johny Deep, interpretando al capitán pirata Jack Sparrow, la isla de la Tortuga (escenario recurrente de la serie) seguro que les es muy familiar. Esta isla de las Antillas, cuatro veces menor (tan solo 180 kilómetros cuadrados de extensión) que la isla de Menorca, pertenece a Haití, una de las dos naciones –la otra es República Dominicana– que conforman la isla caribeña que los españoles bautizaron con el nombre de «La Española».

Cuando en 1598 Enrique IV de Francia firmó con el rey español Felipe II el tratado de Verbins, se suscitó un vacío de poder en las islas del Caribe, que se tradujo en un statu quo según el cual la paz no existía más allá del trópico. Es a partir de entonces cuando campan a sus anchas, patrocinados por la monarquía francesa, los bucaneros (del francés boucaniers: cazadores de toros salvajes) que vivían en comunidad, vistiendo solo camisa y pantalones raídos y que, a la vez, navegaban vendiendo el producto de su industria (carne de buey acecinada y pieles) se dedicaban a la piratería.

A partir de 1600 los bucaneros se asentaron en La Española, pero atacados por los españoles en 1620, buscaron refugio en la isla de la Tortuga y se quedaron allí, a resguardo de cualquier nuevo ataque sorpresa de la Armada española.

Así, se estima que para el año 1630 eran ya 3.000 los bucaneros que se habían congregado en la pequeña isla, agrupados en «La Cofradía de los Hermanos de la Costa», de manera que cuando un hombre llegaba a la Tortuga se le consideraba «un hermano». De este modo, muy pronto, estos ácratas aventureros, descubrieron que el verdadero El Dorado no se encontraba en los puertos donde se hacía el comercio ultramarino, sino en el mar. Atraídos por las historias que de los bucaneros de la Tortuga se contaban, nobles franceses sin fortuna y pobres de solemnidad se embarcaron para las Antillas, con la idea de enriquecerse rápidamente practicando la piratería. Y es a partir de este momento (cuando la piratería se convierte en una formidable fuente de riqueza para quienes la practican) cuando desaparece el nombre de bucanero, siendo sustituido por el de filibustero (término que procede del francés filibustier, y este a su vez del neerlandés vrijbuiter, con el significado de saqueador, expoliador).

Entre 1647 y 1649 la Antillas se reparten entre las potencias europeas y la isla de la Tortuga (capital del filibusterismo) le toca a la Orden de Malta, de la que el señor De Poincy es alto dignatario, quien envía a su segundo, De Fontenay, en 1652, con instrucciones para reintegrarla a la obediencia de Francia. Pero De Fontenay incumple la orden y se identifica con «La Cofradía», con su tradición, con sus costumbres y se torna filibustero, ejerciendo, en tal condición, como gobernador dos años.

Para entonces el oscense Juan Francisco Montemayor ostentaba el cargo de gobernador y capitán general que de la isla La Española y en su calidad, preparó y ordenó el asalto y conquista de la isla de la Tortuga a los filibusteros franceses, que tantos quebraderos estaban causando a los navíos españoles que navegaban por el Caribe.

El ataque de los españoles fue un triunfo de organización y de estrategia, hasta el punto de que, en términos modernos, constituyó una impecable «operación combinada conjunta». Todos los detalles fueron observados: secreto en la preparación, horario perfectamente calculado, sorpresa, despliegue y copo.

Bajo las órdenes del aragonés Juan Francisco Montemayor, al alba fresca de los trópicos, la flota española se introduce en el estrecho brazo de mar que separa Haití de la Tortuga, y con gran celeridad se presenta ante el fuerte filibustero de Basse Terre. Antes de que el centinela dé el aviso, comienza el cañoneo. El Fuerte es destruido en pocos instantes y los barcos filibusteros amontonados en la pequeña rada, hundidos. Pero, de repente, los españoles viran en redondo y desaparecen.

Y es que la batalla no ha terminado, o mejor dicho, ni siquiera ha comenzado. Mientras los filibusteros se dedican a apagar los incendios, varios centenares de españoles desembarcan en la costa opuesta, la que da a alta mar. Allí no hay centinelas, porque se reputa inaccesible. Pero los españoles lo han previsto todo y traen en sus naves pontones que permiten a los soldados pasar por encima de las rocas y desembarcar incluso artillería.

Una vez hecho esto se despliegan en columnas y hacia el mediodía aparecen en la cresta de la isla, dominando el Fuerte de la Peña, que cañonean. Mientras tanto, una segunda flota española entra de nuevo en el canal y desembarcan soldados en Basse Terre. Hay que disparar a derecha e izquierda, en medio de los arbustos que arden, soportando el aire sofocante por el alquitrán calcinado de las quillas de los barcos incendiados.

De Fontenay, situado en el Fuerte de la Peña, ordena resistir, pero al llegar la noche todo se ha perdido. El balance del incontestable ataque español, ejecutado a la perfección bajo las órdenes del capitán general aragonés, resulta tan trágico para los filibusteros, que la fecha de 1654, mucho más allá de la destrucción de la guarida de los filibusteros (jamás se supo de la suerte que corrió De Fontenay) supuso un nuevo giro en su historia, el fin de una era.

El Archivo Histórico de la Armada, en su sede de Juan Sebastián de Elcano (Madrid) atesora entre sus fondos el que está considerado primer mapa de la isla de la Tortuga, en el que se describe la memorable conquista de la isla por parte de la Armada española, bajo el mando del ilustre hijo de Laluenga, a los filibusteros franceses, el día 19 de enero de 1654.

Quien protagonizó tan poco conocida como transcendental hazaña, el aragonés Francisco Montemayor Córdoba, regresó a España y murió el 21 de agosto de 1685, a los 67 años de edad en su casa oscense. Enterrado primeramente en la iglesia del Carmen de la Observancia de Huesca, fue posteriormente trasladado a la iglesia de la villa de Alfocea (de la que era Señor) tal y como él pidió antes de su muerte.

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