Opinión | Firma invitada

Aragoneses, marineros de tierra adentro

A partir del siglo XVI la navegación fue astronómica y matemática y también más segura por el empleo de la aguja náutica

Como recordara en uno de sus muchos escritos el gran historiador y erudito de la Armada, el almirante Julio Fernando Guillén Tato (1897-1972), estaba reservado a España –eterno país de la paradoja– el que un hombre de tierra adentro: Martín Cortés de Albacar (1510-1582) aragonés, nacido en la zaragozana localidad de Bujaraloz, iniciase al mundo en los secretos del arte de navegar, hasta tal punto que ni ingleses ni franceses se atrevieron a traducir del título de su libro (El arte de la navegación) el vocablo «arte» que, así, en español, apareció en los libros de ambas lenguas.

Considerada en su tiempo la obra más importante que sobre navegación se hubiera escrito en el mundo, esta obra supuso una auténtica revolución en la ciencia. Y para mayor rareza de esta joya, fueron pocos los ejemplares impresos de ella en los que se incluyó el mapa en el que el Nuevo Mundo aparecía delineado en la misma hoja con las partes occidentales de Europa y África.

Pero lo más sorprendente de Martín Cortés es que, a pesar de haber escrito el mejor tratado hasta entonces visto sobre navegación, el aragonés no fue marino y solo vio la mar en los años que residió en Cádiz, que tal vez no llegaran a veinte, y ya en edad madura. A pesar de ello, afirmó tajante que fue él el primer tratadista que redujo la navegación a breve compendio, una guía práctica de gran utilidad, «considerando la ignorancia de los pilotos y sus muchas desgracias».

De este modo, hasta más de 70 años figuró en Inglaterra el nombre de Cortés y gracias a él, el prestigio náutico de España no naufragó con los galeones de la Armada Invencible (1588), del tristemente célebre (a decir del anteriormente citado almirante Guillén Tato) «necio y cretino Medina Sidonia, el rey de los atunes».

Así, y a pesar de que hay historiadores que afirman que Aragón se negó a financiar la empresa de Colón manifestando a los Reyes Católicos: «Majestades, los aragoneses no somos hombres de mar», esta frase, como ya hemos visto y vamos a ver, no puede estar más alejada de la realidad.

Ya, Jaime II de Aragón (1267-1327) mandó que la Administración en los buques se ejerciese fiel, legal y dignamente por Comisarios y Pedro IV el Ceremonioso (1319-1387) trató en su Ordenanza del material de galeras y del salario de su marinería, cuya administración y contabilidad estaría a cargo de Veedores (jefes militares cuyas funciones eran semejantes a las de los modernos inspectores y directores generales).

En 1479, con la unión de Castilla y Aragón y –en consecuencia, la de sus Armadas– la administración naval comienza a tomar un gran vigor. Son los Reyes Católicos los que, desde 1492 hasta 1504, imponen al mar océano su sello triunfal: comienza la gran gesta de ultramar; se reconoce la necesidad de asegurar las comunicaciones en el Mediterráneo; se ocupan puntos de apoyo en el Atlántico septentrional y se impulsa la construcción naval para fomentar el comercio nacional e internacional.

Fue así como, desde el siglo XVI, la Marina de Aragón tendrá en cuenta los deberes y obligaciones que habrían de corresponder a los «Escribanos de la Real Armada» para un correcto y eficaz funcionamiento de la vital empresa marina. Y es también en este tiempo cuando la arquitectura de las naves de mayor porte tiene que sujetarse a las modificaciones necesarias para la instalación a bordo de los primeros rudimentos de artillería con bombardas, al tiempo que se modifican las naves, dando lugar a nuevos tipos, como las denominadas: «carracas», «uxeres», «balleneras», «pinazas», etc. Tipos que en el siglo XVIII culminarán en los fastuosamente artillados galeones, en los que el remo ha sido ya totalmente sustituido por los colosales velámenes y las jarcias.

Consecuentemente a los adelantos científicos del siglo XVI (principalmente los estudios del anteriormente citado aragonés Martín Cortés) la navegación fue ya, a partir de este tiempo, astronómica y matemática y también más segura por el empleo de la aguja náutica, el establecimiento de faros y el empleo de cartas de navegar o marear con precisas descripciones de costas y puertos.

Sin embargo, la ciencia tenía todavía retos que afrontar y es aquí donde surge con fuerza otro marinero aragonés de tierra adentro: Vicente Doz y Funes (1734-1781) astrónomo y capitán de navío que nació en la zaragozana ciudad de Tarazona. Él Fue designado, junto al también ilustre marino alicantino Jorge Juan y Santacilia (1713-1773) para participar en la expedición científica hispano francesa, que tuvo por objeto observar el tránsito del planeta Venus por el disco solar en la península de California.

Así, la expedición dirigida por el turiasonense Vicente Doz, salió de Cádiz en 1769 y el 3 de junio de aquel mismo año los expedicionarios tuvieron la oportunidad de medir, desde la costa de California, el fenómeno astronómico por el que se demostraba que la Tierra está achatada por los polos.

Así pues, como vemos, mucho ha sido lo que los navegantes de tierra adentro aragoneses han aportado al mundo de la navegación, crucial en nuestros días, pues las rutas marítimas se han convertido en las principales vías de comercio mundial, asediadas desde hace años por piratas en los pasos cruciales del Índico, y actualmente por los terroristas hutíes en el Mar Rojo.

Se cumple así, tristemente, la frase que el gran novelista alemán Goethe (1749-1832) puso, en su obra Fausto, en boca de Mefistófeles: «La guerra, el comercio y la piratería, constituirán en el futuro, una trinidad inseparable».

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