Opinión | la comedia humana

El Corral de la Pacheca

Como si fuera un órgano más del cuerpo, la codicia es un tigre al que sólo domestica una virtud que no está nada de moda

Los personajes de la corrala de la mugre nacional casi no dan respiro, aún no acabamos el dibujo del último y enseguida nos dicen que era en realidad penúltimo, que igual pasado mañana nos aparece otro –ya aparecido, ahora Rubiales, hasta nombre trae de fábula–. El fondo de armario parece no tener fin. Se fija uno en la cosa, en la persona, en ésta, en el novio de la frutera nacional y en las cosas que le van sacando, y lo compara con el anterior, el guardaespaldas del ministro que no se daba cuenta, y se ven dos estilos del trile. Eso da que pensar, no ya en clave política, que ya están todos los medios y los enteros diciendo lo que corresponde, según, naturalmente desde dónde se comente cada indecencia. Hablo de estilo que se echa de ver ya en el mismo corte de pelo, el traje, el porte y el ademán de ambos penúltimos presuntísimos golfos. Al novio de la novia pinturera se le ve un estar, un comportarse, un aire de clase, dónde va a parar. Le pega perfectamente un Maserati, aunque sea del trinque. Pones al guardaespaldas en el mismo Maserati y no; no es creíble. Para empezar está lo de si cabe o no, por los chuletones que lleva de faja, y si cupiese, está lo de si sería capaz de salir del auto por sus propios medios, no olvidemos que esa máquina tiene el centro de gravedad muy bajo, metes ahí a Koldo entero y a ver cómo lo sacas. En fin, que son dos estilos. En uno parece que se suda mucho y en el otro se trinca pero como sin despeinarse. En uno se le queda al julai un trozo de gamba en el empaste y en el otro pues no, porque la dentadura seguramente no tiene apósitos, o si los tiene están tan bien ajustados que no queda donde quepa ni el pelo de una gamba, que decía aquel. ¿O no hay dentistas finos en la Quirón?

Y volvemos con sus consideraciones prepolíticas. El uno, siendo adjunto de un ministro del Estado, ¿cómo es que se atreve a esos tejemanejes con unos y con otros y comprar y cobrar en dinero y especie y a lucir sus lorzas de la mugre sin empacho ni cuido ninguno? ¿Es que no sospechaba siquiera que acabaría siendo descubierto? ¿Tan impune se sentía al lado del ministro? ¿Y el ministro, por otra parte, no se extrañó del Maserati? (Ah, no, que el Maserati es del supernovio, que se lía uno con tanto emprendedor junto), ¿ni de los gastos extra ni nada?

Pero vengamos a lo mismo. El preboste y la prebosta de la fruta nacional alegan, más no de igual manera: ella lo mismo que aquella otra eximia ministra: que no se daba cuenta y que no es cosa suya, y que es la hacienda pública la que le debía a él; pero él, por abogado interpuesto, confiesa el delito. Alguien recuerda a aquella otra joya que veía un Jaguar en su garaje y creía que sería acaso aparición de alguna otra realidad cuántica; ni una extrañeza. No se enteró. Qué cosas. Qué personajes. Y salen tan campantes por los micrófonos de tierra mar y aire y sueltan las cosas como si nada. Ah bueno, uno dice que efectivamente, que tiene conciencia de que cometió un delito y que a cuánto le dejan la absolución sin juicio, que con lo que ha ganado en el trinque igual paga el apaño y le da aún para otro ático, mientras su novia sigue con la copla, que el delito era de la Agencia Tributaria, de la Fiscalía, y no sé de quién más. Yo le sugiero culpables por si a mister matón gintonics no se le ocurrieran o anduviera ocupado amenazando y propagando trolas: la Agencia Estatal Metereorológica, el contubernio judeo masónico, que seguro que le sonará de algo, o alguna comunidad de vecinos desafecta, si queda alguna.

La tentación de la codicia es universal, eterna, y al parecer, común sobre todo entre gentes con algún relieve social, traído de cuna o sobrevenido por pícara condición y logros «políticos» –venga comillas–; la cosa es que al que tiene bastante le parece poco y menos cada día, y por eso se busca más y se va metiendo en la mugre hasta que ya ni la nota; y el coche nuevo, y la casa más grande, y otra para la niña, y el gasto diario que sube y sube. Y por otra parte mira qué fácil con estos trucos que me invento... hasta que llega un punto y la cosa revienta y aparecen por la tele tapándose la cara y con el culo al aire. Una y otra vez lo mismo y nadie aprende, siempre sale un cretino nuevo que piensa saltar la banca. Si hubiera condenas por necedad, aparte de las de código penal, estos prendas y otros como estos merecerían salir en pasquines como los listos más tontos del reino. Ahora que, igual se libran con una o dos tardes castigados sin merienda, dejan de salir en los telediarios, la gente se olvida como suele, aguantan el tirón, se quedan con la pasta del trile, y a ver quien es el tonto cuando pase la vergüenza. Igual los que se ríen son ellos. Cualquiera sabe.

El mismo Shakespeare, que nos lo pintaba todo de tan extraordinaria manera, estuvo a punto de ser llevado a la justicia por prestar por encima del diez por ciento máximo establecido por el rey. Por usurero, en fin. Y su padre no sólo estuvo a punto, sino que fue preso por lo mismo. Pues si el propio Shakespeare prestaba con usura, qué puede esperarse de estos cerebros pelados por dentro.

Como si fuera un órgano más del cuerpo, la codicia es un tigre al que sólo domestica una virtud que mire usted por dónde no está nada de moda, vamos, que les da risa: la generosidad, o como se decía antaño, la largueza en el trato de las cosas y las personas. Pero ni tanto siquiera; la honradez y la vergüenza deberían bastar –y bastan tantísimas veces, menos mal–. Y en fin, que a qué tanto desmán para tan poco rato, si nadie lleva nada cuando el gorigori. Igual es que a la mayoría le sale bien. Esa sospecha no para de crecer, ya ni es sospecha sólo, pasa a barrunto, y hay optimistas mejor informados que hasta la dan por cierta. Quién dijo miedo, pues, se dirán acaso.

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