Opinión | la comedia humana

La corte de los milagros

Esta unción de alcalde escueto con aristócrata sepia es una estampa viva del cañí castizo, sacada a lo moderno de aquella vieja corte milagrera y tuna

La comedia humana a veces se pone mayúsculas para que no perdamos detalle. Y no perdemos detalle, porque no es posible; aunque trates de no enterarte de las galas, pompas y circunstancias del evento matrimonial, nada que hacer: estás rodeado; el acontecimiento sale por tierra mar y aire, y si consiguieras eludirlo en un retiro estricto, como te asomes a las llamadas redes sociales te metes en la contra crónica de los otros, donde a base de chistes, imágenes bufas y demás ocurrencias tienes la misma cosa servida en su lado grotesco. Cada fiesta de campanillas tiene su relato propio entre los habitantes del pueblo llano, y el pueblo llano, cuando se pone borde, te sale agudo a veces, y otras hasta un tanto esdrújulo.

Las bodas cortesanas son hogaño como una versión actualizada de aquella otra Corte de los Milagros que pintara Valle Inclán. Esta unción de alcalde escueto con aristócrata sepia es una estampa viva del cañí castizo, sacada a lo moderno de aquella vieja corte milagrera y tuna. Tuvimos un primer ensayo cuando la niña Aznar, que ni era aristócrata ni nada, pero como si lo fuere; papá y mamá le diseñaron su particular reina-por-un-día, y por el evento desfiló lo más entretenido del reino de entonces, toda una patulea de casos aislados del Partido Popular, en fila de a uno y con su consecutiva al lado, algunos de los cuales, vaya por dios, pasaron luego por los banquillos donde les pidieron cárcel -un rato, no exageremos-.

Presidió la kermesse de la boda municipal el Primer Comisionista del Reino Por La gloria De Dios, llamado emérito o campechano, que abandonó su retiro espiritual habitual y se les apareció a los contrayentes en carne mortal, rodeado de su numerosa prole de hijas, esposa, nietos y nietas, entre los que merece mucho la pena destacar a Froilán primero de España, cuarto en la línea sucesoria al trono, tras de su egregia madre Elena, los dos de parecida encarnadura y con la misma hoja de servicios a la patria, o sea, ninguno que se sepa -gastos aparte-. El galán hizo doble jornada profesional en la discoteca de guardia hasta las once del día siguiente. Todo por España, también.

Junto a este núcleo duro de la corte compareció así mismo en el plató nacional de las televisiones del reino todo todo el «ju es ju» del Madrí imperial, rodeado de los consiguientes círculos concéntricos de expectación popular, arrobada ante la contemplación de este agujero negro del poder, todos endomingados, algunos con el traje mejor compuesto y otros como si les hubieran asestado un disfraz equivocado de boda a modo quizás de penitencia por lo que ellos sabrán. Y los encuadres y fotos y menciones especiales se detuvieron, como es natural, en los protagonistas cotidianos de la elevada vida social madrileña, que es lo mismo que decir, española al cuadrado, y hasta al cubo.

Todos ellos desfilaron un trecho suficiente para que las gentes del común, muy convenientemente exaltadas y con toneladas de ganas de aplaudir y lanzar loores, pudieran verlos, admirarlos, y decirles piropos. A destacar un fragmento en el que el penúltimo Borbón exiliado era celebrado por la grey entusiasta, que incurría una y otra vez en proclamas con algún colmo como este: «a mí, majestad, a mí, róbeme a mí; lo que necesite» mientras otro, con la voz rota por la emoción prorrumpía en sentidos y patrióticos alaridos plenos de vivas a España, matándose una cuerda vocal en cada viva, tal era el sentimiento de vasallaje incondicional que ansiaba trasladarle a su rey.

Juntáronse más tarde, un día, otro y hasta tres o más después, mesas de comadres especialistas en todas las cadenas conocidas, la tres, la cuatro, la cinco y la seis, y en cada una de ellas la boda fue revista, comentada, analizada, considerada, enmarcada, contextualizada, así como cada uno de los protagonistas, sus indumentos, sus tocados, sus cromatismos, etc. Larga mención aparte tuvo el célebre pas de deux en que incurrieron juntos, ya marido y mujer ante el ojo de dios, los contrayentes. La coreografía, al parecer algo justa de ensayos, incluía prosternaciones del galán y alzamiento de brazo de la dama a los sones del famoso himno de rango planetario titulado, Madrid, Madrid, Madrid. Un caso.

En fin, la cabalgata fue toda ella un derroche y el desfile una demostración de poder más elocuente que la parada del doce de octubre. Allí podía verse con todos los colores del arco iris lo que nos espera. Lo que nos van preparando. Lo que se nos viene... Socorro. En estas te despiertas de la breve siesta con ese caos febril de la modorra que decía también Valle Inclán, y ves que, en efecto, te has dejado acunar por el cuarto reportaje del evento; y una voz amiga te lo avisa tarde, «ya te he dicho que no te durmieras con eso puesto en la tele, que hasta has gritado y todo y daba miedo figurarme lo que estabas soñando. Anda, tómate un café, pero descafeinado, que ya vas bien servido de los nervios».

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