Opinión | AL TRASLUZ

Promesas y acrobacias

No puedo negarlo, cada vez que descubro coincidencias relevantes en el pensamiento de filósofos, en principio muy alejados entre sí, me reconforta, pero también resulta un acicate para seguir investigando el porqué de sus divergencias. Estoy pensando en dos alemanes: Nietzsche y Hannah Arendt, ambos verdaderos maestros de los que es imposible prescindir en caso de que se aspire a comprender el mundo desde el conocimiento de la naturaleza humana. En su Genealogía de la moral, Nietzsche desarrolla la idea de que el hombre es el único animal que puede prometer. Habrá quien piense que tal afirmación es del todo evidente y de escasa originalidad. Pero esa desilusionada primera impresión se queda coja, ha de ir acompañada de una reflexión algo más honda: ¿qué implica la promesa? En primer lugar, sólo quien es libre y soberano de su voluntad puede prometer, ha de ser dueño de sí y con dominio sobre el objeto de la promesa quien comprometa su futuro y con él, el de los otros. Pero más allá de eso, por extensión y analogía, también las propias ideas, e incluso las instituciones, prometen o al menos así lo percibimos. El contrato promete acuerdo y, por tanto, paz. El cariño, al anticipar nuestra acción, promete felicidad. La antipatía, en cambio, es distancia lo que promete. En cuanto a las instituciones, en la medida en que lo que esperamos de ellas es una actividad conocida o, cuando menos, previsible, sentimos que es estabilidad y seguridad lo que, por medio de un camino transitable, nos prometen. ¿Y qué decir de la política en democracia? Tengo para mí que en el omnipresente mundo contemporáneo de la política resulta cada día más complicado circunscribir la promesa a su justo lugar, pues hoy desorientada, como casi todo y casi todos, parece oscilar entre la profecía y la acrobacia. Es curioso que en una etapa tan volátil e incierta como esta cada partido político construya su propia profecía sobre el mañana. Más que promesas, esto es, compromisos con proyectos y la palabra dada, lo que muchos vienen haciendo es versionar el cuento de Pedro y el lobo garantizando que, en caso de no vencer sus promesas, es poco menos que el apocalipsis lo que nos espera. –Claro que también hay apocalipsis a la carta–. Vengo observando que, a base de exagerar sus posicionamientos y polarizar sus planteamientos, son dos tipos de reacciones lo que acaban provocando. Una, tras las elecciones, ya saben que puede darse aquello de «donde dije digo, digo Diego», con los consabidos ejercicios de acrobacia retórica para dar entrada, si fuera preciso, a lo que no dijeron, a lo que negaron o a lo que sea menester. Y no necesariamente cuando los pactos son necesarios sino incluso cuando no lo son. Otra, el cansancio, el desafecto entre buena parte de la población que, escarmentada, duda de la sinceridad y solidez de ciertas promesas, bien por la imposibilidad de cumplirlas, bien por la debilidad de la voluntad política para hacerlo llegado el momento. Tal vez por ello entienda las palabras de Hannah Arendt cuando dijo que «la única profecía válida es la promesa que uno cumple» y me suenen tan bien las de Alain Finkielkraut cuando dice que «para que la política respete a los hombres es necesario que renuncie a ocupar todo el espacio de lo humano». O, en román paladino: no colonicen nuestras vidas, cansan.

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