A cada nivel con sus condicionantes y en su contexto, pero las razones por las que alguien vende algo suelen estar muy acotadas: porque quiere hacerlo por el motivo que fuere (interés, desinterés, cansancio, nuevos caminos, discrepancias, un trabajo ya hecho, sensación de infelicidad y fatiga…) o simplemente porque lo necesita. Nadie vende nada que no desee vender o que pueda seguir manteniendo y sienta satisfacción al poseerlo. La actual propiedad del Real Zaragoza se encuentra en estos momentos en el fragor de esa batalla, en el medio de un proceso de cambio societario en el que ha desembocado por una combinación de varios de esos motivos.

Pretende vender (veremos a quién, cómo y en qué medida, y qué estrategia triunfa finalmente) porque quiere hacerlo y, seguramente, porque lo necesita después de siete años al frente de la Sociedad Anónima, un acusado desgaste social y personal de muchos de sus miembros, acoso económico y resultados infructuosos en el terreno deportivo, el objeto productivo de este negocio. La Fundación 2032 llegó al Real Zaragoza en el verano de 2014 para dar carpetazo a la terrorífica etapa de Agapito Iglesias y con el aplauso general. Se abría un tiempo nuevo, de verdadera esperanza. Luz después de tanta tiniebla. Aquello fue una operación milimétricamente diseñada antes de su presentación pública, copilotada desde la política, con connotaciones empresariales, económicas, sociales y deportivas.

Muchos de aquellos planes, por el único cabo que quedó sin atar, el destino, se han ido cayendo a lo largo de este periodo, que quedará en la historia si la venta se culmina por dos causas principales. Primera, este grupo de empresarios, capitaneado financieramente de manera muy mayoritaria por César Alierta, salvó al Real Zaragoza de una muerte casi segura (segura no porque dejar desaparecer un club como este es algo más complejo de lo que la leyenda cuenta) y lo ha mantenido con vida todos estos años gracias a una gestión seria, que ha ido reduciendo progresivamente la deuda histórica para simplemente seguir respirando y sin muchas más alegrías, a las continuadas ventas de futbolistas de la cantera, por la que la apuesta fue decidida, a su capacidad de generación de patrocinios y al estricto control de LaLiga, todo ello con el peor obstáculo posible: una herencia recibida terrible, una deuda superior a los cien millones de euros y un club destrozado por su anterior dueño. Y segunda, siendo escrupulosamente rigurosos, si esta etapa finaliza en este punto, estos siete años más la temporada 2013-2014, quedarán en los libros como la peor fase de la historia a nivel deportivo al menos desde mitad del siglo pasado y, quizá, ponderando todos los factores, de los casi 90 años de brillante vida del Real Zaragoza.

Ese ha sido el gran déficit de este tiempo. Ha habido buena voluntad, grandes esfuerzos, quebraderos de cabeza diarios, tremendos problemas financieros, riñas internas, poca modernización, destacadísimos fichajes, pufos en gran número, cierto infortunio, fallos de cálculo, propaganda inútil pero eficaz, muchos aciertos y, también, muchos errores, algunos importantes nunca reconocidos. El resultado final es que el club sigue vivo pero cerca del ahogo y está donde estaba siete años después, lejos de donde se pretendía aquel caluroso verano de 2014 y lejos de donde debería estar. El proceso de transacción accionarial está en un punto ya decisivo sin que la Fundación, el germen de este periodo, funcione como un ente unido. Esto no es cualquier cosa. No es vender un piso. Es vender el Real Zaragoza, uno de los símbolos de Aragón, lo cual exige el máximo cuidado, prudencia y, sobre todo, la más alta responsabilidad individual y social al vendedor y, por supuesto, exactamente lo mismo al que quiera comprar algo por lo que viven, aman, sueñan, sufren y lloran miles y miles de aragoneses.