En ese año de 1823 se produjo la invasión de España por el ejército francés denominado como los Cien Mil Hijos de San Luis, que acudía por dos motivos: para reinstaurar el poder absoluto de Fernando VII, quien desde 1820 estaba sometido a un gobierno constitucional, y para demostrar a Europa que las veleidades revolucionarias de Francia habían terminado y que la restaurada monarquía borbónica había regresado al Antiguo Régimen.

Tras el triunfo absolutista comienza en España la llamada Década Ominosa (1823-1833), iniciando el monarca español una nueva oleada de persecuciones contra los liberales. Temiendo algún tipo de represalia, Goya decidió marcharse al exilio aunque no sin permiso del rey, el cual le concedió salvoconducto para marcharse. El genio de Fuendetodos acabó afincándose en la ciudad de Burdeos donde murió y fue enterrado en 1828. Curiosamente, en Zaragoza y justo en frente de la Lonja está la que fue su primera tumba, regalada a la ciudad aragonesa por el ayuntamiento de Burdeos.

A raíz de este triste exilio hoy quiero hablar de otros aragoneses que murieron lejos de Aragón por circunstancias similares. En primer lugar me gustaría citar a dos grandes grupos que fueron expulsados por sus orígenes religiosos: los judíos y los moriscos.

Los primeros fueron expulsados desde abril de 1492 por orden de los Reyes Católicos, que buscaban lograr la unidad religiosa de sus dominios bajo el cristianismo una vez conquistada Granada, además de desprenderse de una importante deuda económica que la corona había contraído con los prestamistas hebreos que habían financiando tanto la guerra granadina como la guerra civil que aupó al trono castellano a Isabel la Católica. Se calcula que sólo en el Reino de Aragón fueron unas 9.000 personas las expulsadas, con lo que ello implicó para la demografía, la economía y sobre todo para la medicina, las artes, el pensamiento y otras profesiones.

Los otros expulsados en masa fueron los moriscos, gentes oficialmente cristianas pero descendientes de antiguos musulmanes. Siempre estaban bajo sospecha y perseguidos por la Inquisición, hasta que en 1609 y más concretamente en el caso de Aragón, en 1610, fueron expulsados por orden de Felipe III (Felipe II en el reino aragonés). Algunos estudios sitúan la cifra de moriscos expulsados de Aragón en más de 60.000, lo que supuso un trauma social pero sobre todo demográfico además del hundimiento económico por el abandono de pueblos y tierras de labranza especialmente en el valle del Ebro, donde eran muy numerosos y había localidades donde eran mayoría o incluso el 100% de la población censada como el caso de Gelsa.

Un aragonés ilustre que también tuvo que exiliarse fue el gran Miguel Servet. Nacido en Villanueva de Sigena en 1509, es famoso por sus estudios sobre la circulación sanguínea pulmonar en su obra Chritianismi Restitutio. Pero lo que de verdad le caracterizó fue el ser un auténtico librepensador. Un adelantado a su tiempo que criticó los dogmas de la Iglesia en un tiempo en el que eso te costaba la persecución e incluso la vida, tal y como le ocurrió a Servet. Entre otras cosas, negaba la existencia de la Santísima Trinidad, ya que exponía con argumentaciones que en ningún momento se mencionaba a esta en la Biblia. Esto le supuso su exilio de la Monarquía Hispánica, pasando años en Francia donde siguió trabajando y labrándose una reputación como adalid de la tolerancia y la libertad de conciencia, algo muy lejos de conseguir por entonces. Perseguido por los católicos, finalmente fue víctima de los protestantes y más concretamente de los calvinistas suizos y su líder Juan Calvino, acusándole de hereje y quemándole en la hoguera un 27 de octubre de 1553 en Ginebra a los 44 años.

Para terminar, y como esta semana se han cumplido 90 años de la proclamación de la Segunda República Española, me centro de dos casos de exiliados aragoneses a causa de la dictadura franquista: el director calandino Luis Buñuel Portolés, uno de los más grandes cineastas que ha tenido España. El exilio y luego la censura le avocaron a realizar la mayor parte de su obra en el extranjero, muriendo en 1983 en la capital mexicana que tan bien le había acogido. Un exilio muy similar sufrió el escritor oscense Ramón J. Sender Garcés, quien tuvo que marcharse a Francia, México y finalmente a EEUU, donde acabó muriendo en 1982 dejando una grandísima obra literaria cuando estaba tramitando la recuperación de la nacionalidad española para regresar a su tierra natal