Ucrania, en resistencia. Pequeñas historias de guerra

Capítulo I | Un viaje en solitario a la guerra: la entrada a Ucrania

Todavía hoy resulta imposible olvidar el que fuera trayecto de ida. Horas inquietas, de alto voltaje emocional, envueltas en esa oscuridad parcial de la noche y un ánimo insaciable por comprender lo más ajeno. 

Compartí asientos con aquellos que viven en guerra cada día. Cruzábamos juntos la frontera, pero ellos volvían a casa. También conocí a Tania. Mi ángel de la guarda.

Capítulo I. La entrada a Ucrania

Lara Escudero

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero las horas pesan y el asiento ha dejado hace rato de apiadarse de nuestras nalgas. Es un trayecto largo. De sensaciones curvas. Sin quietud alguna, a pesar del silencio. La luna es la misma. Pero aquí la oscuridad adopta otro matiz y la imagen se desdibuja. Mis fatigados párpados ―y mi bocata― acumulan ya más de tres mil kilómetros.

Cierro los ojos, conecto mi viejo mp3 y revivo las últimas veinticuatro horas. Vaya tela. Nervios. Abrazos. Lloros. Miedo. Excitación. Una maleta imposible. Muchos kilos. Tres países. Unos cuantos sustos. Noche eterna. Y después día. Sí. Ahora todo parece distinto.

Una vez consumido el atardecer y sus preciosos anaranjados, tan solo la silueta del avión desvela el horizonte. Sin hora exacta, el tiempo se cuenta por número de destellos. Aquellos que desprende el ala derecha. Un segundo y medio. Tic. Tac.

Primera parada en una gasolinera al entrar a Ucrania.

Primera parada en una gasolinera tras cruzar la frontera de Ucrania.

Un viaje en solitario que empieza entre estelas y turbulencias. Unas cuantas más de las deseables. Parece, pienso, una jugarreta perfecta de la gravedad para sacudir el fango y prepararte para la realidad. Una todavía más cruda. Echo la vista abajo. Vuelvo a darme un golpe en la nariz con la doble ventanilla por alargar demasiado el rango de visión. Siempre me pasa por cotilla.

Me apetece tocar la escarcha. Tan brillante. La orografía es imperceptible. Pero las miles de lucecillas que adornan el suelo recuerdan que, por muy altos que vuelen los sueños, la tierra siempre abraza y da consuelo.

Trece horas de autobús y un geolocalizador

Una vez mis pies, ahora forasteros, descansan ya en nueva patria, toca correr. Mucho. Apenas cuarenta minutos me separan del siguiente transporte. Si lo pierdo, la cosa se complica.

Llego bien, aunque el trajín para encontrar el autobús merece otro capítulo entero. Una curiosa historia intermedia de angustias, carreras imposibles a la desesperada, un coche de policía, un tipo comiendo ganchitos fosforitos inventor de un idioma, un viajero de Kazajistán, fan de Mario Casas, y un puñado de milagros.

"El sueño es traicionero, pero vence la curiosidad ante lo desconocido"

Localizo por fin el bus, que me deslumbra con sus faros delanteros. No se parece nada al vehículo que indicaba mi reserva. Subo. Nos aguardan otras trece horas por carretera. Cómo no, tampoco va la wifi. Esa que garantizaba el servicio.

Necesito comunicarme con mi familia, así que Tanya decide compartirme su internet. Una chiquilla que acabo de conocer. Es mi ángel de la guarda. En casa, todos permanecen en vela. Para ellos también es difícil. Su hija. Su sobrina. Su prima. Su pareja está viajando a la guerra. Me han activado un geolocalizador para estar al tanto de cada uno de mis pasos, pero no siempre funciona. Cuando se activa el rastro, respiran más tranquilos.

Tanya, en el punto fronterizo, durante una parada del bus.

Tanya, en el punto fronterizo, durante una parada del bus.

En el interior del autobús, somos poco más de veinte. Gentes de todo tipo. Nuestras entrecortadas respiraciones coexisten, pero cada una se desvela diferente. Intento imaginar. Adentrarme en sus pensamientos. El sueño es traicionero, pero vence la curiosidad ante lo desconocido. “¿Quién será esta joven?”, me pregunto. “La que lleva haciendo pompetas con el chicle desde las tres de la madrugada”.

Resulta ciertamente irritante. “¿Y qué hay de aquel señor mayor? Porta una simpática carcasa de móvil con el escudo de Ucrania”. Yo solo estoy de paso, y por supuesto estoy inquieta, pero es que esta gente, vecinos de trayecto, viven en guerra. Cada puñetero día. Llegamos al punto fronterizo. Una guardia de 1,80 y larguísima melena rubia sube al autobús, fusil al cuello, y recoge, uno a uno, nuestros pasaportes. Toca chequeo rutinario. Frunce su mirada con punzante extrañeza al llegar a mi lado.

Las calles de Ucrania se revisten de simbología de resistencia.

Las calles de Ucrania se revisten de simbología de resistencia.

Mi cuaderno de identidad, envuelto en una libretilla de prensa, es el único de color rojo. Todos los demás, azulados con el escudo nacional. Me asusto por un momento, confieso. Porque ella empieza a soltar una batería de frases en su idioma, en tono poco afable. Hace aspavientos. No entiendo nada. Mi mente se acelera de nuevo y empieza a fabricar media docena de posibles problemas. Los veo, justo ahí. Es como si un holograma los proyectase delante de todos, en pleno pasillo. El sofoco dura algo más de media hora.

Salgo del trance. Miro a Tanya, mi nueva y espontánea amiga, y esta deja caer una mueca despreocupada. “Tranqui”, me dice. Expiro. Todo vuelve a la calma. Una demasiado relativa, claro. Entramos a Ucrania