Antes de la corrida, en los aledaños de la plaza, había un run run previo de esos de las tardes que tienen la historia a medio escribir antes de que den las cinco y media. Ellos con la mudica limpia y el habano como de atrezzo, sostenido de modo ortopédico por los dos deditos. Guay. Las damas sobre tacones muchas veces imposibles de gobernar, coronadas por ese golpetón de laca que secuestra ese peinado reservado para las grandes ocasiones.

En este plan se hizo presente El Fandi. Y se marcó su número con los palos: el primer par lanzado con ballesta, el segundo fallido, el tercero resuelto con el torero por lo suelos, arrollado, pisoteado. Un palizón que no le impidió insistir con un cuarto par impulsado por el amor propio. Luego se quitó de enmedio a un toro que le sobrepasó en todo y pasó a la enfermería. De ella salió visiblemente mermado.

Fin de la era Fandi. La fórmula está agotada y el granadino exprimido al máximo. Cada día más, parece que para él ir al toro es un duro trabajo. Mal negocio.

Echemos mano ahora del saco de las palabras bonitas. Muchas de ellas para un Manzanares soberbio que destila un magnífico perfume a torería sin afectación, una naturalidad que categoriza el toreo, que lo pone en un plano inaccesible para aquellos que, fuera del recinto, negaban la grandeza de un espectáculo auténtico.

El manzanas lo bordó ante un toro serio y astifino al que recibió con verónicas lentas, parsimoniosas. Se lo dejó crudo en el caballo de tal modo que el toro se lo montó a su bola. Igual se comía la muleta con celo como salía suelto buscando espacios inéditos.

Pero el alicantino le tomó la medida y le dio fiesta de lo lindo, sobre todo por el pitón izquierdo. Por ese lado lo ligó de tal modo que la plaza se hundía. Ese toreo arrebatado, tan poco pretencioso como exquisito, tan puro por natural... una fugaz generación de belleza que, quizá por ser tan efímera te resistes a no llevártela puesta en el alma.

Claro que, su otro fue un animal inapropiado que rompió la media. Alguien coló --o le colaron-- un toro chico de 461 kg. (el reglamento expresa: peso mínimo 460 kg.) que los veterinarios habían declarado no apto y que, además, fue un montón de basura. Para colmo, Manzanares, lo pinchó hasta el hartazgo.

Esa corriente de torería, esa tarde embalada que Josemari había dejado tras el segundo, le vino que ni pintada a un Talavante en racha que la formó en el tercero.

El toro, un jabonero terciadillo pero descarado de cuerna, con ambiciones fugitivas de cuando en vez, se entregó sin embargo de tal modo a tomar la muleta que Talavante tuvo en su mano un triunfo histórico.

Y el toro no se le fue, todo lo contrario. Lo metió en la muleta a base de series de seis, siete y hasta diez muletazos de todas las marcas y facturas. Siempre fiel a su concepto de suma verticalidad y nula itinerancia. Se vació por naturales, molinetes, ese pase de las flores que algunos también llaman capeína... Una borrachera de emociones en un toro al que parecía que todavía le quedaban dentro otros cien muletazos.

Y el ganadero y el propio gerente de la plaza, estilo fan, pidiendo la vuleta al ruedo del animal. No se concedió pero Álvaro Núñez pidió, no sé si la cabeza para disecarla pero sí la genitalidad del toro para obtener la semillita. El faenón fue de dos orejas, el casillero dice una.

Luego Talavante se comió el marrón de un manso cabrón y navajero. Le pidieron oreja y al presidente le recordaron a la familia. Ozú, qué mala follá.