Siempre hay dudas a principio de temporada, dentro y fuera. La gente se piensa hasta última hora si pagar el abono, la entrada, lo que toque... Los hinchas, algunos, tienen la costumbre de advertir en segundo plano las primeras diligencias de su equipo, con esa facilidad añadida que ahora les da este calendario que ha invadido más de medio agosto --se incluye el tradicional trofeo de presentación, folclore a desmano-- antes de dar el respaldo en modo crematístico. Le ha pasado al Zaragoza toda la vida. A veces, ha enganchado a los indecisos desmelenándose en las primeras funciones del curso. A veces. Otras los ha dejado para invierno, cuando aún existían esas buenas campañas que enganchaban desanimados para la segunda vuelta. Y las menos los ha dejado en casa. Va a ser eso esta vez, se temen. Ayer, en el coliseo zaragocista, había un cuarto de entrada. Un cuarto largo, si se quiere.

Es algo que no se veía desde hace muchísimos años en un partido oficial de Liga. No, en Segunda tampoco. No hay que olvidar que en los dos últimos pasajes de plata se movió cerca de los 30.000 abonados, el doble de los que ahora reconoce el club haber reclutado. Hablan de 15.000 sin mencionar regalos. 10.000 había ayer, como mucho. Hay más de una vacación suelta, se entiende. En dos semanas, el plebiscito será completo. Aunque si el asunto pinta como ayer, habrá más ruido en todas direcciones. La gente está de uñas, anda a la que salta, ya se sabe. Pitada en el minuto 32, silbada al descanso, abucheo al final. Desencanto idéntico.

Se pide paciencia, lo de toda la vida, apoyo hasta que el equipo empiece a carburar. Se obvia, cuidadosamente, el pasado reciente, cuando la gente entregó alma y corazón, obviando a Agapito por amor a su equipo. Le devolvieron nada. Ahora le vuelven a pedir. Que vaya, que pague. Que somos pobres, oiga. Les pide el dinero el mismo que les ha robado la felicidad y ha dejado a miles, muchos miles, de zaragocistas en sus sofás. Le ofrecen nada a cambio. Nada de nada. Un partido paupérrimo, propio de un equipo normalucho de Segunda. No hay talento, ni sangre, ni identidad. Todo llegará, repiten. Pero otro gran problema del Zaragoza es que sus mensajes no son creíbles, tampoco dudosos. Directamente suenan a mentira. Paco Herrera se defiende con verdades. Hace bien. La gente sabe distinguir.

Sean nuevos o antiguos, en el club deben tener claro que la paciencia este año va a durar dos ratos. Los que quedan están tocados y no van a aguantar como antes. Que no se piensen tampoco que los que se han marchado han sido los menos fieles. Hay tantos que se han ido por no sufrir más, desengañados, abatidos... Queda un poco de todo en la grada, parece. La guerra está abierta. Algunos detalles deberían alertar de lo que viene. Ayer, en uno de los puestos que circundan La Romareda, regalaban un pito por cada 2 euros de compra. Es decir, pipas, cacahuetes y un silbato contra Agapito. Más o menos. De entrada, volvieron los cabreos, la agapitada, los insultos consiguientes al soriano... Por esta vez, Agapito podría haber probado a dar antes de pedir. Pero no. Ha pedido, casi mendigado. Quiere dinero y el perdón. Casi nada. ¿Qué ofrece a cambio? Nada.