Opinión | editorial

La imprevisible deriva de la financiación

La cesión a Cataluña de todos los impuestos figuraba entre las reivindicaciones fundamentales de Junts para apoyar la investidura de Sánchez. El Gobierno central lo rechazó de plano -de hecho, el propio presidente del Gobierno lo explicitó el pasado martes en el Senado al dar portazo a una financiación singular para ese territorio- aunque asumió la tesis de que el sistema es deficiente para esa comunidad. La financiación catalana amenaza con condicionar la inaplazable reforma del conjunto de la financiación autonómica. Aunque la inesperada convocatoria electoral para el próximo 12 de mayo vuelve a trastocar todo el proceso, asumiendo que la cuestión constituirá a buen seguro uno de los debates en la campaña. Además, la suspensión del trámite de los Presupuestos Generales del Estado dilata sine die cualquier negociación.

El tema es árido, con formulaciones y cálculos difíciles de comprender para los profanos. No toca directamente los sentimientos, el combustible del que se nutre hoy el motor de la polarizada política moderna, por encima de la utilidad y el racionalismo. Tampoco moviliza a las masas, porque sus consecuencias, aunque graves, resultan imposibles de asimilar de inmediato en números fríos y la sociedad no logra percibirlas hasta que apenas queda tiempo para emprender el camino de vuelta sin causar un estropicio enorme. Pero nada hay más importante sobre la mesa, ni que vaya a condicionar tanto la vida de los ciudadanos, como el cambio en la financiación autonómica.

El melón quedó abierto en las negociaciones para la investidura. Ceder la gestión fiscal integral a más autonomías más allá del régimen foral reconocido a Euskadi y Navarra daría lugar a una dinámica radicalmente distinta y de rumbo imprevisible, amenazando la solidaridad entre territorios y la perpetuación de las desigualdades. Cualquier presidente anhela más dinero sin subir impuestos. O suprimiéndolos. Una deslealtad enorme.

El modelo actual lleva diez años caducado. Es injusto –en particular con Murcia, Comunidad Valenciana, Andalucía y Castilla-La Mancha, que afrontan una infrafinanciación gravosa para sus arcas–, enrevesado y oscuro. Que Cataluña reclame su reforma no constituye novedad. Como tampoco lo es la reclamación insistente de valencianos o andaluces. Otra cosa es que se aborde desde planteamientos de suficiencia y equitativos para el ciudadano, resida donde resida. El contexto para discutir las modificaciones sí presenta distancias con los anteriores: sin una economía boyante que facilite aumentar las aportaciones y sin visos de entendimiento entre los grandes partidos, sin cuyo consuno es imposible cualquier cambio.

Con un mínimo de responsabilidad, antes de decidir sobre cuestiones de tal magnitud, lo procedente sería valorar con detalle y objetividad su efecto. Unos no ganarán sin que otros pierdan. La difusión de las balanzas fiscales a la que se oponían inicialmente tanto el Gobierno como varias comunidades autónomas con el argumento de que sólo añadiría confusión al debate por su eventual utilización partidista -en el sentido territorial y no de partidos políticos- debería servir, sin embargo, para aportar luz a la discusión que se avecina. Solo con todos los números encima de la mesa con luz y taquígrafos se puede armar un debate informado y alejado de los apriorismos.

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