Si existe un modelo de vida para enmarcar como ideal, esa tiene que ser la que disfrutó el oscense Pepín Bello. Pepín ha pasado a la historia de España por ser testigo de un choque de trenes generacional; en 1917 fue enviado a estudiar algo a Madrid y tuvo la fortuna de alojarse en la Residencia de Estudiantes de la capital. La fortuna le llegó porque los dioses dispusieron que junto a él, tomaran habitación tres muchachos más, chicos despiertos y un poco atolondrados, que iban a escribir en caligrafía indeleble una parte de la historia de España. Los tres camaradas fueron Federico García Lorca, Luis Buñuel y Salvador Dalí. Nadie, cuando los conoció, sospechó que se hallaba ante los tres más grandes artistas del siglo XX.

Pepín ha ascendido a la gloria sin escribir una línea, sin pintar una acuarela ni redactar un soneto. Hacía fotos, sí, pero todo el mundo de casa bien en aquella época poseía una Kodak de fuelle. Creo que la consagración debería llegarle al joven oscense, por la monumental hazaña de no haber trabajado apenas en toda su vida. Hasta el fin de su existencia, que se alargó hasta los 103 años (1904-2008), Pepín se las ingenió para levantarse tarde y trasnochar al lado de una copa de whisky. Si Winston Churchill afirmó que el secreto de su longevidad se debía a "No sport", el truco de Pepín quizás fuese el de "never work".

Negocios fatales

Pero como no hay nada peor que el tedio, una vez que sus amigos de la Residencia tomaron vuelo, Pepín se encontró vacío. Los días duraban más de 24 insoportables horas, y escuchó la voz de su ingenio que le propuso embarcarse en el océano de los negocios. Montó en Madrid una empresa para ver cine desde el auto, en el tiempo en que la gente iba en tranvía o en Burgos una industria de abrigos de piel de conejo, que fue viento en popa hasta que la desidia derrumbó la empresa.

Fue cuando se le sugirió dirigir en 1929 el pabellón de Aragón en la Exposición Iberoamericana de Sevilla, que se ubicaba en el parque María Luisa. Pepín aceptó, naturalmente, porque la operación le encomendaba recibir visitas, comer con invitados, y lucir sus mejores trajes de lino. Se puede decir que ese cargo estaba diseñado con precisión para el talante de este oscense bon vivant.

Pepín fue durante toda su vida un maestro en el arte del recuerdo y la charla. Dotado de una prodigiosa memoria, relató a quien quiso escucharle cómo se forjó la poesía de Lorca, el tino pugilístico de Buñuel, o la incapacidad existencial de Dalí para cruzar simplemente la calle. En una de esas charlas, al hilo de un homenaje que le rindió la Asociación Conde Aranda de Madrid, Pepín relató una boutade sucedida cuando dirigía el pabellón de Aragón en Sevilla, que muestra que muchas de las explosivas manifestaciones surrealistas, ocurrían al azar. Giró visita el célebre compositor Maurice Ravel. Su fama mundial tenía tintes de estrella del pop. Pepín salió a saludar al músico y por encontrar un tema afable para romper el hielo, le comentó: "¿Así que usted es el famoso compositor del Bolero?" "¿Qué bolero?", respondió Ravel. Pepín quedó aturdido; quizás su francés no fuese preciso y volvió a la carga: "Hombre, el bolero..." "¿Qué bolero?", insistió el compositor molesto. "El... de Ravel", esbozó Pepín, sumido en la duda y pensando que quizás ese caballero no era quien creía que era. "No comprendo", insistió terco Ravel. Pepín asumió que debía esbozar otro argumento. Armado de toda su fortaleza le tarareó el bolero: "¡Tarararáaaa, larara lararáaaa!". Entonces regresó Ravel a la tierra y despertaron sus sentidos: "¡Ah!", exclamó sorprendido, "¡Eso!"

Pepín falleció en Madrid a los 103 años sin querer morirse, pero agotado de tanta existencia. Fue el paradigma de que a veces se puede ser feliz en esta perra vida.