Entrevista

Fernando Aramburu: "No admito que la lengua me proporcione identidad"

Hace casi dos décadas que el autor de 'Patria' no escribe un solo verso, pero la poesía es inherente a su vida como demuestra su último libro, 'Sinfonía corporal', que recoge su obra poética

El escritor Fernando Aramburu, fotografiado en Madrid.

El escritor Fernando Aramburu, fotografiado en Madrid. / José Luis Roca

Inés Martín Rodrigo

Confiesa Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), con la honestidad del que cree en el valor de las palabras, de su significado, que la lengua es el juguete que más le ha durado en esta vida. Los de la niñez los perdió casi todos, salvo una bola del mundo, hoy todavía visible, y un tablero de parchís. Esa actividad gozosa, relacionada con el lenguaje, comenzó a practicarla bien pronto, en el colegio, donde ya pudo comprobar la repercusión positiva del dominio de los vocablos.

Luego, en la adolescencia, aquella maestría, vocal, escrita, le dio cierta ventaja con las muchachas, convirtiéndole en un chaval "diferente, atractivo". Fue el venturoso inicio de su relación con la que, según dice, ha sido, durante toda su vida, su compañera "íntima, cercana, fiel". La lengua le sedujo y le permitió seducir, además de ofrecerle una vía para escapar de la realidad social, humilde, de la que procedía.

Todo ese conocimiento atesorado, la cultura que empezó a descubrir con catorce o quince años, sin renunciar nunca al inconformismo que todavía le define, fue su mejor y más efectivo instrumento de liberación. Y lo sigue siendo, aunque ya no escriba versos, pero sí lea los de otros, pues el hombre paciente y bondadoso, enamorado de la música de Chet Baker, que está detrás del autor logró congraciarse, de nuevo, con la poesía, hasta aceptar que formará siempre parte de su vida. Prueba de ello es la publicación de Sinfonía corporal, que recoge su obra poética.

Dice Irazoki en el epílogo de Sinfonía corporal que el inconformismo fue su primera guía literaria.

El inconformismo forma parte de mi persona y es inevitable que intervenga cuando yo escribo. Con los años me he ido serenando. La misma actividad que me estimulaba la rebeldía me ha ido colmando de una serenidad que me resulta muy grata y que es mi filosofía de la vida, que es como un largo aprendizaje para aceptar nuestro destino perecedero y para morir con cierta elegancia.

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¿Se reconoce en el joven que escribió esos versos en los 70, en los 80?

Yo no niego al joven que fui. De hecho, tengo cierto orgullo de aquel joven que se decantó en la adolescencia por la creación literaria. En Sinfonía corporal veo al joven que fui buscando suscitar el valor poético con sinceridad y también siento que entre aquel chaval fogoso, que estaba un poco obsesionado por cantar los placeres físicos, que pensaba demasiado en la muerte, y el hombre sereno, maduro, apegado a sus rutinas, amante de la monotonía y del tedio, no ha habido una ruptura, sino un progreso. Y, por tanto, me sigo reflejando en estos poemas.

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¿Cuándo se dio cuenta de que la cultura sería su mejor instrumento de liberación?

Muy pronto, y esto fue determinante. Muy pronto quiere decir a los 13 o 14 años.

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¿Tan pronto?

Sí, y esto se lo debo al contraejemplo de mi maravilloso padre, que era un obrero raso en una fábrica. Yo no quería lo mismo para mí, levantarme toda mi vida a las cinco de la mañana, ganar poco y conocer el argumento de tu vida desde el principio hasta el final. Me di cuenta de que el conocimiento de la lengua podría proporcionarme una puerta para una vida más interesante, más rica. Mi agradecimiento al joven aquel que se dio cuenta de que el conocimiento, el estudio, la dedicación a actividades positivas, no sólo para uno, sino tal vez también para los demás, es enorme.

A mí no me gusta ondear la lengua como una bandera que se opone a otras banderas

Siempre percibo en usted un entusiasmo hacia el lenguaje. ¿Cómo procura que no se le agote?

Para empezar, ese entusiasmo no está asociado a un trabajo ingrate. La lengua, la actividad relacionada con las palabras, supone para mí un juguete, es el juguete que más me ha durado en esta vida. Muy pronto pude comprobar la repercusión positiva que tenía el dominio de las palabras. La lengua ha sido mi compañera íntima, cercana, fiel durante toda mi vida, y no dejo de aprenderla. Lo que no admito es que la lengua me proporcione identidad.

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¿Y qué le proporciona la lengua? 

La lengua me proporciona, sobre todo, la posibilidad de comunicarme con los demás y de disfrutar de su sonoridad, de sus ritmos, de la posibilidad de inventar, de imaginar. A mí no me gusta ondear la lengua como una bandera que se opone a otras banderas.

Yo creo, por lo poco que le conozco, que no le interesan las banderas.

Nada, nada, no me interesan. Yo he vivido con la condición de extranjero durante tres décadas y la idea de la nación en mi vida privada no tiene ninguna vigencia. Yo entiendo que desde un punto de vista administrativo sí tiene sentido que alguien sea nacional o extranjero. Pero en mi vida, si yo soy un país, ese país es de todos. Parcelar el planeta y considerar ajeno, extraño, a un ser humano no cuadra con mis principios éticos.

Yo he vivido con la condición de extranjero durante tres décadas y la idea de la nación en mi vida privada no tiene ninguna vigencia

Volviendo a la literatura, ¿es posible despoetizarse? 

Yo lo intenté y pensé que lo había conseguido, pero no es verdad. Lo que conseguí fue desprenderme, por medio de la escritura de un libro, feo, cacofónico, malsonante adrede, de las manías de poeta.

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¿Ahora escribe versos?

No, de momento no.

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Dice de momento...

Es que cuando leo la poesía de otros a menudo me viene un calorcillo a los dedos, se me pasa enseguida, unas ganitas otra vez... Lo que no me gustaría es caer otra vez en la automatización del poema o atender a la realidad con poemas. Por otro lado, una de mis grandes no sé si obsesiones o aficiones es el comportamiento humano, y el comportamiento humano, no el mío, sino el de mucha gente a la que observo, me lleva directamente a la narrativa.

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En sus poemas hay muchas alusiones al mar, a ese mar del que vive alejado desde hace décadas.

El mar no es para mí un elemento meramente decorativo o paisajístico. Yo nací a quinientos metros del mar y ha sido durante muchos años una compañía grata que, de alguna manera, me permitía, ya en la niñez, situarme en el mundo. Probablemente, los que no creemos en el cielo hallamos un sucedáneo en el mar como extensión muy grande que no cambia. De manera que cuando visito mi ciudad y contemplo el mar tengo la sensación de estar viendo lo mismo que otros seres humanos hace cinco, diez mil, veinte mil años. Y esta sensación es algo que me estimula, que me induce a conversar, no voy a decir a rezar, pero sí a tratar de comunicarme con esta extensión que sé que me precede y que me sucederá. Yo vivo desde hace muchos años en una ciudad sin mar, y he intentado engañarme imaginando que el mar es sustituible por el bosque. Entonces, el bosque ha tomado esta dimensión grande ante la cual, desnudo y humilde, me sitúo, medito, observo.

Probablemente, los que no creemos en el cielo hallamos un sucedáneo en el mar como extensión muy grande que no cambia

¿Y sigue siendo la vida "una turbación confusa"? 

[Ríe] De esto estoy seguro, sí. Aunque yo hago una vida muy retirada y soy muy hogareño, en cuanto pongo un pie en la calle ya oigo la turbación, el ruido, el debate, el conflicto, la polémica, el escándalo. Esto creo que va con los genes del ser humano. Cambia el vestuario, el resto sigue siendo igual.

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Le cito: "No se hizo para mí el vocablo tierno de quien a solas reza". ¿Qué vocablo se hizo, entonces, para usted?

Pues se hicieron muchos. Pero yo recibí una educación religiosa y llegó un momento en que dejé de creer y de rezar y acepté el estoicismo.

En el libro hay un poema largo dedicado a eso, Perla candente.

Sí, es un poema en el que expongo mi concepción de la vida humana. Yo tengo el convencimiento de que hemos nacido por casualidad, lo cual no quiere decir que no tengamos que darle un sentido a este cupo de años que nos corresponde. Yo estoy muy agradecido a la vida.

En cuanto pongo un pie en la calle ya oigo la turbación, el ruido, el debate, el conflicto, la polémica, el escándalo. Va con los genes del ser humano

Que cantaba Violeta Parra.

Sí, esa es una canción que yo cantaba a mis hijas cuando eran pequeñas como una nana. La filosofía que está introducida en esa canción la comparto, la sigo compartiendo.

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¿Le habitan todavía "inciertos reclusos cuyo oficio es padecer las llagas de su dueño"?

Bueno, ahí andan, ahí andan. También creo que eso es muy humano, la impostura, dar una imagen social que luego no se corresponde con la privada, postular el feminismo, la paz, el abrazo y luego, en la vida privada, ser un malvado. Es probable que algo así aliente detrás de estos versos. Pero yo esto lo puedo aceptar como novelista que finge historias, que quiere provocar o hacer reír. Pero en poesía no, mi poesía recoge mi pequeña verdad personal.

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¿Y cuál es su verdad? 

Una verdad positiva, de postulación del abrazo, de indignación ante la injusticia y el derramamiento de sangre, la belleza, la armonía, es decir, todo aquello que hace de la vida algo mejor.

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En otro poema escribe algo así como que "no son míos los ojos que contemplan lo que temo". ¿Cuáles son ahora sus temores? 

Yo no soy un ente autónomo. Yo estoy unido familiarmente a otras personas y socialmente a otros grupos. Entonces, la desarmonía, los conflictos, considerando, además, la tierra de la que yo procedo, me causan vivo temor. Eso es un temor constante que me lleva a la reflexión. Hay otros temores relacionados con la salud, no sólo con la mía, también con la salud de los míos. No me veo como un señor sentado apaciblemente en un sillón, sino que el temor es un ingrediente que afortunadamente no se apodera de toda mi psicología pero que está ahí, haciéndome advertencias. No temo a la muerte, por ejemplo.

Me gustaría vivir un poco más, pero tengo perfectamente aceptada la muerte, no la temo. Sí temo el dolor

¿No?

No, no. Me gustaría vivir un poco más, porque todavía quiero poner un par de huevos en el nido, pero la tengo perfectamente aceptada. Sí temo el dolor. El dolor principalmente me enfada, pero después termina efectivamente desanimándome.

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Otro poema muy emocionante es Hija. Creo que esto nunca se lo he preguntado a un escritor, sí a una escritora, pero no a un escritor: ¿cambia la paternidad a un escritor?

Pero totalmente, totalmente. La paternidad a mí me ha dado otros ojos, otros oídos, sobre todo me llenó el cuerpo de empatía. De repente, mi yo pasó a un segundo plano. Es de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida, no exenta de problemas, porque hay enfermedades, caídas, preocupaciones, pero desconozco la soledad. Y lo que yo más agradezco a la paternidad no es solamente la posibilidad de ejercer un amor que no busca recompensa, sino que me ha permitido un poco librarme del ancla del yo, de estar ocupado siempre en mí, en lo mío. Pero, además, todo mi trabajo literario se ve de pronto justificado, el horizonte último de mi esfuerzo literario ya no es el éxito o el aplauso o las buenas críticas, sino un poco contribuir al bienestar de la familia. Es decir, que yo también trabajo para echar una mano, tal vez económica, a la familia y, entonces, eso me libra de la pereza, de escribir cuando me vengan las ideas y en cierto modo acabé profesionalizando la actividad. Ahora mismo, yo no sería comprensible sin la paternidad. Y la paternidad se corresponde con la maternidad, y esta unión eleva la convivencia con la otra persona a un plano maravilloso.

La paternidad a mí me ha dado otros ojos, otros oídos, me llenó el cuerpo de empatía, mi yo pasó a un segundo plano. Ahora mismo, yo no sería comprensible sin la paternidad

Poema muerto es la evidencia de que el escritor no puede vivir de espaldas a la historia. Y eso también es la demostración de que la escritura es un compromiso, ¿no cree?

Bueno, no soy muy aficionado a la palabra compromiso, porque creo que es inherente al hecho de que uno se exprese para los demás. Y porque, además, huele a cierta tendencia ideológica que ya parece como que te la imponen. Pero mal irá un escritor, poeta, novelista, que dé la espalda a la realidad social en la que vive. El mundo se extiende más allá de la habitación donde uno está, hay otras personas, hay conflictos, hay guerras. En el poema que ha citado está la conciencia de que uno, en cierto modo, es resultado de la historia, también. Uno nace aquí o allá o no nace dependiendo del destino de sus antecedentes. Yo perdí a mi abuelo en la Guerra Civil combatiendo con estas personas del bando contrario que destruyeron Irún. Me pareció que debía expresarme por medio de un poema cuando lo hice, pero luego no voy a la calle diciendo, eh, que yo también estoy comprometido. Buscar esos salvoconductos culturales a mí no me gusta. Yo necesitaba escribir ese poema, yo he necesitado escribir sobre o contra el terrorismo y lo he hecho por muchas razones, entre otras porque tengo una conciencia moral que me pide: "Muchacho, ¿aquí no tienes nada que decir? Estás ante una injusticia, ante unos horrores, aquí hay gente que está lanzando misiles, ¿no tienes nada que decir, sigues con tus mariposas y con tus hojas de roble de otoño?". Pero eso es un compromiso que yo adquiero, que yo admito, no es simplemente que me agrego a una tendencia.

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Es triste lo que dice, porque es verdad. Al final, la palabra compromiso ha terminado pervirtiéndose.

Sí y, además, ha terminado significando algo demasiado simple que tiene que ver solamente con el tema de lo que se escribe. Y olvidamos que las palabras también tienen connotaciones, tienen musicalidad y que incluso el compromiso debería ser eficaz y para eso no debería estar exento de una escritura esmerada o armónica, que cualquier porquería no vale por el hecho de que coincida con una protesta.