RINCÓN LITERARIO

Una historia de la Gran Guerra

Combatientes en la I Guerra Mundial, conocida entonces como la Gran Guerra.

Combatientes en la I Guerra Mundial, conocida entonces como la Gran Guerra. / EL PERIÓDICO

Unai Flores

Finales de noviembre de 1917 en algún lugar cerca de la localidad francesa de Cambrai. El cielo azul se ocultaba tras un manto azabache de nubes de tormenta. El sol llevaba semanas sin alumbrar el lúgubre suelo francés molido por las botas y desfigurado por la lluvia. En el oscuro paisaje compuesto por árboles calcinados y tierra batida, se veía atravesado por unos surcos cuyo final la vista no divisaba. Distanciados entre sí por no más de una centena de metros, cada trinchera albergaba a una enorme cantidad de jóvenes reclutas, locos sedientos de gloria, patriotas fanáticos, criminales de toda clase y alguna leyenda.

Raymond Miller era uno de esos pocos que había vivido las suficientes batallas como para que lo considerasen un héroe. Hijo de oficial irlandés y camarera inglesa, vivió su niñez entre personas de la vieja gloria y cuentos grandiosos de batallas. Endurecido por los malos tratos de su padre, se alistó en el ejército a una edad muy temprana, solo para poder escapar de las continuas palizas y abusos paternos. Desde que entró como activo militar, se ganó el respeto de iguales y superiores, que admiraban el coraje y ferocidad con que afrontaba las batallas. Ejemplo para muchos camaradas, no mostraba debilidad ante nadie, ni tampoco piedad, lo que le provocó situaciones muy precarias por las que fue degradado en numerosas situaciones. Aborrecía a los generales que se quedaban en el escritorio y no presentaban batalla, por lo que no le importaban estos castigos. Para cuando estalló la Gran Guerra, Miller había pisado medio mundo, su barracón tenía frascos con la tierra de cada país que había estado bajo sus botas. Su tez rojiza perdió el color que una vez tuvo, sus cabellos eran motivo de recuerdo, sus dedos antaño ágiles como serpientes, temblaban bajo el peso de los años y sus rodillas flaqueaban al aguantar el delgado cuerpo irlandés.

Estaba seguro de que aquella sería su última guerra, había huido demasiadas veces de la muerte y bien es sabido que sus zarpas son ineludibles. Creía que ya era hora de retirarse, bien volviendo a su hogar o yendo de visita al Averno, y de dejar el destino del mundo a la juventud venidera. Pero si por algo se conocía a Miller era por acabar todo lo que empezase, a cualquier precio. La noche anterior había sido particularmente larga y fría, soplaba un aire helador desde el este que congelaba las trincheras, en las que no se podía encender un fuego bajo castigo penal. Además, una repentina lluvia de noviembre empapó a armas y a hombres por igual, encharcándoles el corazón. El lodazal que conocían como hogar, les podría brindar protección contra los kartoffel y sus rifles, pero no les protegía contra los elementos meteorológicos. Acurrucado en una esquina cubierto con todas las mantas que pudo reunir, Miller dormía todo lo plácidamente que podía, pues sabía que al día siguiente habría de presentar batalla. Le despertó el sonido de los avituallamientos de los infantes al correr por la trinchera, sus botas resonaban en los charcos salpicando a ambos lados de la fortificación. Se desprendió de las mantas y respiró el fétido aire de miles de hombres que no se habían dado una ducha en semanas. Comparado con eso, la pesada atmósfera de sus mantas era un paraíso. Al observar el pésimo aspecto de los cansados vigías, dedujo que debía de ser de madrugada, lo que significaba que el asalto se acercaba.

Antes de cada batalla, un cura bendecía a los soldados, así que Miller recogió su petate, su fusil, su casco y su máscara, y marchó por la trinchera. No le costó divisar a un hombre mayor ataviado con una túnica, que debió de ser blanca, pero que ahora no se distinguía del barro, y que llevaba una biblia en la mano. Miller se acercó y recibió la bendición, tras eso, siguió marchando hasta llegar a su puesto. En la embarrada pared de madera, se apoyaban varias decenas de escaleras, cada una señalizada con una letra y un número. Ingentes cantidades de soldados esperaban cerca de sus respectivas escaleras. Una hora tras su llegada, sonó un silbato, no se oía ni un murmullo, tan solo el resonar de las botas y el acerrojar de los fusiles. Una bengala sobrevoló sus cabezas tras lo cual el silbato volvió a resonar, esa era su señal.

Miller fue de los primeros en subir la escala aunque rápidamente lo adelantaron los demás soldados. A mitad de camino vislumbró una piedra y se escondió tras ella. Los alemanes no habían abierto fuego todavía. Muchos estarían agradecidos, pero al viejo héroe eso le desconcertaba. Asomó la cabeza por encima de la cobertura para ver la batalla perdida. Una fila de artillería de la Reichsheer parapetada tras la segunda línea de trincheras alemanas, abrió fuego. El ruido ensordecedor de los proyectiles al salir expulsados, preceden a un tenso silencio que culmina con un muro de tierra que se levanta varios metros sobre el campo de batalla. Tras esto, se forma un cráter que desprende un horrible hedor a explosivo donde yacen las partes muertas de algún compañero. Contra estas armas Miller sabía que solo se podía rezar. Volvió a asomar la vista tras la piedra en el momento preciso en el cual los cañones cesaron de castigarles y observó impasible cómo la infantería alemana salía en estampida de sus trincheras. El combate fue crudo. Luchaban con balas y cuando no tenían ya, con palas, piedras y puños. Tras la tercera ronda de kartoffels pocos eran los ingleses que quedaban. Entre ellos Miller destacaba, era una figura corpulenta que se movía con gracia entre amigos y enemigos dejando tras de sí un reguero de muerte. Poco tiempo transcurrió hasta que solo quedó él. Estaba rodeado, prácticamente muerto, igual que ellos. Una veintena de infantes se encontraban encañonándole en aquel momento, y ninguno de ellos llegó a pensar que alguien en tal situación tendría el coraje de encender una bengala. Miller murió atravesado por incontables cartuchos. Su rostro estaba desfigurado a causa del dolor, pero dibujaba una mueca de satisfacción. La bengala era la señal para el fuego preparatorio de la segunda acometida inglesa. Dio su vida en una guerra de viejos enemigos en la que jóvenes que ni se conocían ni se odiaban, se mataban por obligación.