Alejadas de los focos mediáticos y ensombrecidas por el tótem que forman el Gobierno central, las comunidades autónomas y los ayuntamientos, las diputaciones provinciales sobreviven en España alimentadas por la tradición y el desconocimiento. Este último factor, sumado a la capacidad que tienen estas administraciones para crear cargos públicos y contratar personal, hacen que estas corporaciones se sitúen periódicamente en el punto de mira cuando la economía aprieta.

Aunque el PSOE y el Partido Popular parecen haberse intercambiado los papeles en el debate sobre la utilidad de las diputaciones tras los pasados comicios del 22-M, ambos partidos están de acuerdo en que, dos siglos después, se impone una modernización de estos centros de poder. Un poder casi invisible, pero abultado: casi 6.000 millones de euros de presupuesto, 22.000 millones de gasto, 76.000 trabajadores en nómina y 6.358 millones de deuda.

El candidato socialista a las generales, Alfredo Pérez Rubalcaba, abrió la espita esta semana con sus estimaciones de ahorro: 1.000 millones más en las arcas y 1.000 cargos públicos menos con unas diputaciones renovadas. El PSOE ha puesto en marcha la calculadora a tres meses de una campaña electoral que será, a buen seguro, un maratón de propuestas de austeridad. Pero también lo hace justo cuando acaba de ver empequeñecido su poder provincial. De los 52 entes de este tipo que hay en España, únicamente gobiernan ocho, frente a los 32 que dirige el Partido Popular.

FUNCIONES DISTINTAS La balanza se decanta todavía más del lado azul al comparar los presupuestos que manejarán uno y otro partido en este mandato. Los populares gestionarán casi el cuádruple de dinero que los socialistas. Cerca de 4.000 millones el PP y poco más de 1.000 el PSOE. Estos últimos tendrán entre manos prácticamente el mismo presupuesto que CiU en las cuatro diputaciones catalanas. Un dato que evidencia dos extremos: la magnitud del batacazo socialista y la heterogeneidad territorial que caracteriza a estas administraciones.

Para empezar, no hay diputaciones en todas las comunidades (las uniprovinciales no tienen porque sus funciones las asumen los gobiernos autonómicos). En los archipiélagos, cada isla tiene su diputación (llamadas cabildos en Canarias y consells en Baleares). Pero tampoco todas ellas funcionan igual. La diferencia más importante estriba en las prestaciones que le llegan de ellas al ciudadano.

En las comunidades menos pobladas, el funcionamiento de estas instituciones es similar al de una empresa de servicios, que, en este caso, cubre las limitaciones de otras administraciones, sobre todo en pequeños municipios. Algo tan sencillo, pero tan necesario, como cambiar la bombilla de una farola, asfaltar una carretera, arreglar una avería en la red de suministro de agua, recoger la basura o comunicar a varios pueblos mediante un autobús. El problema viene cuando algunas de estas prestaciones se solapan con las de otros ejecutivos, como los autonómicos o municipales.

Como sucede en otros debates, la cuestión se ve con otros ojos desde la periferia. El nacionalismo catalán siempre ha defendido la conversión de las diputaciones en veguerías, cuando los cuatro órganos actuales estaban en manos socialistas y ejercían de contrapoder a una Generalitat comandada por CiU. Ahora la federación reina en ambas partes y el cambio no parece tan urgente.

En Euskadi, es la tradición foral la que blinda las diputaciones. Al contrario que en el resto de Es-