El resultado fue el mismo en el terreno político -seguimos sin gobierno y sin posibilidades de tenerlo a la vista-, pero en términos teatrales el debate de investidura de marzo fue mucho más entretenido que el vivido ayer en el Congreso. Esta vez no hubo besos de tornillo entre diputados ni invocaciones a manos manchadas de cal viva. Los murmullos desde las bancadas se contaron con los dedos de una mano y los pataleos brillaron por su ausencia. Como si dos intentos frustrados por encontrarle presidente al país en medio año fueran demasiados para el body de sus señorías, en el hemiciclo se respiró una vaga sensación de anticlímax.

Al sabor a cena recalentada colaboró mucho Podemos, que en marzo aportaba el atractivo de los chicos nuevos en la oficina y cuidaba la puesta en escena como si de una representación dramática se tratara. Ayer, en cambio, el fulgor de los diputados morados era parejo al de los veteranos.

Guiños de complicidad

Pablo Iglesias, que más que pronunciar discursos los frasea a ritmo de hip-hop, mantuvo en el estrado su tradicional tono mitinero y se permitió despedirse con el puño en alto tras regalar a la Cámara unos cuantos chascarrillos -como llamar a Albert Rivera «chicle de MacGyver de la derecha» y «monaguillo de [Mariano] Rajoy»- aunque sus guiños de complicidad con el presidente en funciones, a quien alabó su célebre retranca, dejaron claro que contra Pedro Sánchez vivía mejor.

Pero si hubo un responsable de que la sesión acabara pareciendo un cónclave monástico, ese no fue otro que Rajoy. Sabedor de que el tiempo corre a su favor y no hay a la vista alternativas posibles de gobierno que le excluyan, el aspirante llegó a la Cámara con espíritu beatífico y a lo largo del debate fue inoculando su indolencia al hemiciclo a través de sus réplicas.

No venía a seducir, pero tampoco a irritar, salvo que a alguien le irritara pasar nueve horas en compañía de don Tancredo.

Ya podía Sánchez negarle mil veces, que él sacaba su florete y le respondía irónico y didáctico: «Gracias, le he entendido a la primera, no quiere decir no. No hace falta que lo repita». Si el líder socialista tiraba de hemeroteca y le recordaba las frases de desprecio que le dedicó al candidato de hace seis meses, Rajoy le devolvía: «Le agradezco que me cite, porque veo que me usa como argumento de autoridad».

La bancada popular jaleaba sus golpes socarrones mientras Alberto Garzón e Iglesias rompían a reír y se frotaban los ojos sin acabar de dar crédito a tamaño desdén. Pronto recibirían su propia taza de sarcasmo marca de la casa. Con tono paternalista, como un padre le hablaría a su hija adolescente, Rajoy soltó a Alexandra Fernández, de En Marea: «Me ha parecido entender que no le gusta [Alberto Núñez] Feijóo. Pensamos diferente, y probablemente tenga usted razón, no yo, pero le pido respeto para mi opinión». A Iglesias le lanzó otro de sus besos: «Usted es estupendo, a veces pienso que me gustaría ser como usted. Me reconforta mucho oírle y me estimula a mejorar».

No hay hada más eficaz para acabar con tu rival que perdonarle la vida en público. Ya podía Joan Tardà llamarles a la cara corruptos, recordarles la guerra de Irak o tachar de «criminal» el servicio de Adif y Renfe en Cataluña, que los diputados del PP no entraban al trapo. Cada uno a sus pantallas.

Cháchara privada

Lejos quedan las amenazas de expulsión que Patxi López, expresidente de la Cámara baja, tuvo que lanzarle a Rafael Hernando en el anterior debate. Su sustituta, Ana Pastor, apenas necesitó llamar al orden dos veces: porque el PP abucheaba por lo bajini a Sánchez y porque el Congreso en pleno optó por dedicarse a la cháchara privada mientras Rajoy y Rivera se intercambiaban flores.

Esta no parece una legislatura nueva; más bien transmite el cansancio de las segundas partes.