Se equivocan quienes pregonan que ganó el antifútbol en Lisboa. No señores, venció el fútbol, el fútbol que se ha producido, permitido, consentido y aplaudido durante más de una década y que ayer vomitó sobre este deporte que un día fue un espectáculo a un campeón de la aberración defensiva. No logró la Eurocopa selección alguna, sino que lo hizo un concepto abominable del juego adorado por muchos entrenadores, por los principales técnicos del planeta. Soñaban con esto. Pues ya lo tienen. Orden, disciplina, fuerza física y mental, táctica a raudales, mediocentros descerebrados y un delantero a lo sumo que sea alto, para aprovechar todas las acciones de estrategia. El talento a la basura, los genios a la hoguera. ¡Viva el bostezo!

El equipo perfecto, el equipo que no piensa sino que ejecuta, el equipo que busca la gloria desde un córner, una falta directa, un pelotazo que rebote en la rótula del algún rival despistado... La quintaesencia del resultadismo: lo importante no es jugar bien, sino ganar, ha sido el lema de esta ruin, hueca y larga campaña publicitaria. Grecia, por lo tanto, ha hecho lo importante, lo que le enseñaron sus maestros, las ligas más potentes del mundo. No es más que una mutación deforme que nos produce repulsa, pero que nos pertenece como un hijo. Por lo tanto, los helenos no pueden ni deben sentirse culpables de nada porque han sido los primeros en conquistar el título de una nueva era. Después de lo visto anoche, el futuro anuncia a dos conjuntos metidos en sus respectivas parcelas, mirando, con gesto entre aterrorizado y estúpido, la pelota quieta en el círculo central. El árbitro señalará el principio del partido y unos esperarán a que los otros cojan el balón sin que nadie dé un paso adelante mientras algún espontáneo imbécil salta a la hierba y se convierte en el gran protagonista.

Enhorabuena a quienes se sientan identificados con Grecia, que nos regaló una tragedia inigualable con actores de quien nadie recuerda hoy sus nombres ni sus rostros.