Mañana se presenta en Madrid el libro de John H. Elliot titulado Catalanes y escoceses. Unión y discordia (Taurus). El acto, que será cultural y político al tiempo, se celebrará 48 horas después del primer aniversario de la declaración unilateral de independencia de la inexistente república catalana. Sobre la que el hispanista británico, discípulo de Vicens Vives y gran especialista en el siglo XVII español y, específicamente, catalán (La rebelión de los catalanes: un estudio de la decadencia de España), emite un duro juicio de valor.

Para Elliot, «la decisión de seguir adelante con la declaración unilateral de independencia fue un acto de locura de imprevisibles consecuencias». El autor, antes de lanzar el veredicto, recuerda también el pésimo papel «del Gobierno y la clase política española», que se mostró «incapaz y poco deseosa de trasladar la mezcla de unidad y diversidad proclamada por la Constitución a un proyecto coherente», pero advierte de que «la principal responsabilidad de esta trágica situación recae en el establisment catalán».

El historiador atribuye a esta élite la decisión de «tomar la ley en sus propias manos y seguir adelante con sus planes, sin tener en cuenta el precio, porque vivía en un mundo propio lleno de fantasía». Y continúa: «Ese mundo había sido levantado en parte por ese mismo sector, pero tenía también antecedentes, sacados de una mezcla verdadera y falsa, de recuerdos filtrados a través de la imaginación colectiva».

John H. Elliot llega a la muy general conclusión de que el independentismo, hace un año, colisionó con el principio de realidad y fabricó un universo propio, desconectado de su entorno español y europeo, incluso con una tergiversación de la España política y social. Lo relata así: «Por mucho que los independentistas lo afirmasen, la España del siglo XXI no era la España del general Franco, ni tampoco había sido España durante siglos poco más que un Estado opresor».

Por ello, concluye, «al embarcarse en este infeliz proceso, que se metamorfoseó demasiado fácilmente en el procés, el nacionalismo catalán, con toda su cara amable, fue incapaz de tapar la fealdad que escondía detrás de la sonrisa». Estas son las dos últimas líneas con la que Elliot cierra su estudio.

También mañana lunes se presenta el libro del periodista Lluís Bassets titulado La rebelión interminable. El año de la secesión catalana (Catarata). Es una obra, en parte de recopilación, muy práctica porque se trata de un dietario que va del 1 de enero al 31 de diciembre del 2017.

Rebelión

Todo el relato considera como rebelión lo que ocurrió en Cataluña en el otoño del 2017, aunque en el epílogo Basset aclara que «aunque sea una rebelión en términos políticos (…), no significa que lo sea desde el punto de vista del Código Penal español (…), de forma que no pueda descartarse que finalmente los delitos por los que sean acusados y condenados sean los de conspiración para la rebelión, sedición o, sencillamente, desobediencia, prevaricación y malversación de fondos públicos». Una apreciación del autor que es muy compartida y compatible con que, políticamente, la «rebelión interminable» en Cataluña sea una realidad persistente. Basset se aproxima al 27-O del 2017 desde una perspectiva que no es lejana a la de Elliot.

Escribe: «La república de hoy ni siquiera ha sido proclamada, sino que es fruto de una resolución y de un método de votación aconsejados por los abogados penalistas. Son los inconvenientes del poder sin responsabilidad. Romper la legalidad y a la vez aprovecharse de la legalidad obliga a rarezas de difícil explicación (…) Y luego el papelón de Carles Puigdemont y de Oriol Junqueras (…), ambos con sus silencios y su desprecio por las instituciones: ni un discurso, ni un mínimo debate parlamentario el día más señalado de la legislatura». Basset piensa que a los dos dirigentes «no los absolverá la historia». «Es difícil imaginar un daño mayor con una expectativa de ganancias tan escasa, si no nula».

Los testimonios anteriores solo son la muestra de un amplio espectro político e intelectual que impugna por completo el 27-O y el proceso anterior por irresponsable. Una irresponsabilidad que no tuvo en cuenta que las decisiones comportan consecuencias, además de políticas, penales. Ahora, su depuración por los tribunales se alza como la gran cuestión.

Hay debate social sobre la tipificación de los delitos, pero no se discute -más allá del propio independentismo- que se perpetraron ilícitos penales (el presidente y la vicepresidenta creen ahora que no hubo rebelión) que condicionan el regreso a una normalidad que consistiría en la legitimidad de aspirar a la independencia haciendo política y gestión en el marco de una Constitución y de un Estatut que no permite alcanzarla, de modo que habría que ir a fórmulas transaccionales realistas y legales.

Y sobre todo, la independencia no es una aspiración social mayoritaria en Cataluña, aunque lo sea en términos parlamentarios. Esta es la segunda y gran reflexión a propósito del primer aniversario de la DUI: la fractura social catalana. Josep Borrell ha escrito en Anatomía del procés (Editorial Debate) que «la ambiciosa respuesta al independentismo catalán desde España no puede hacernos caer en el error de soslayar la dimensión principal del conflicto. Y esta no es otra que la dimensión intracatalana».

Acierta el ministro de Asuntos Exteriores, sin perjuicio de que todos debamos también preguntarnos qué estamos dispuestos a hacer para que el separatismo deje de tener sentido para dos millones de catalanes. Por mucho que este procés sea la «fealdad tras la sonrisa», en palabras de John H. Elliot.