Se mantiene invicto y no recibe goles. Con un partido menos, el del Fuenlabrada, el Real Zaragoza va por buen camino, una ruta que ha descrito en función de un fútbol vigoroso, lo más directo posible, acelerado para bien si toda va de cara y para mal cuando el rival le pone el cinturón de seguridad bien anudado al cuello. El Lugo, el emperador del empate, llegó a La Romareda como antes lo hicieron Tenerife, Elche y Extremadura y se llevó lo que buscaba siguiendo el mismo patrón que sus antecesores con un ligero matiz: superada la avalancha del primer cuarto de hora, donde el equipo de Víctor Fernández tuvo sus mejores ocasiones, aguantó con rocosa serenidad y oficio hasta el último segundo. En esas tres citas caseras anteriores, el conjunto aragonés cerró y firmó las victorias superado el minuto 80. Por una parte habla muy bien de su constancia y de su fe. Por otra, de que nada le es sencillo aunque lo aparente su autoridad cuando dispone del balón y cuando se lo ceden sin miramientos.

El plan no tiene trampa ni cartón. Cuanto antes llegue la pelota a Kagawa, Dwamena o Luis Suárez, mayores son las posibilidades de desatar la tormenta. Presión, recuperación alta y a galopar por los espacios. Visualmente, la apuesta resulta espectacular para el ojo humano porque a ese ataque a pecho descubierto se suma la escasa o nula exigencia defensiva de los adversarios, con lo que el Municipal se convierte en una pista de atletismo que invita a correr. Y el Real Zaragoza lo hace sin parar, con instinto asesino pero también con un carga importante de precipitación que se traduce en falta de puntería y en una progresiva pérdida del auténtico control de la situación en el momento que el desgate físico le pasa factura. Le ha ocurrido en todos los partidos como local, problema solapado por los triunfos. Según transcurre el tiempo y si el marcador no sonríe, esa sociedad engrasada por una idea ofensiva innegociable provoca no pocas deserciones. El futbolista cree en la doctrina que le imparten, pero es un ser difícil de domesticar de sol a sol. Entonces Kagawa sale del encuadre en busca de protagonismo fuera de su ecosistema y Dwamena y Luis Suárez, este último una bendición como único delantero, pisan las mismas huellas. En el caso de que Eguaras esté bien fijado, todo tiende a hacerse previsible, lento y de fácil desactivación.

El Real Zaragoza pisa el acelerador y el ruido de su musculoso motor enciende al público, feliz con ese rugido. Su maquinaria es atractiva, pero en esta categoría se utiliza y mucho la caja de cambios porque en el mismo partido se juegan otros. El equipo de Víctor Fernández parece ir a piñón fijo, directo al corazón, revolucionado... El técnico añadió a Pombo y Papunashvili a la orquesta desafinada y el equipo aragonés se gripó aún más, con Luis Suárez desquiciado. El Real Zaragoza va por buen camino, si bien aún le falta enfrentarse a rivales que le van presentar relieves de mayor complejidad. Y para esos encuentros necesitará, sin perder la identidad, saber que frenar en las curvas e incluso en alguna recta no es sinónimo de cobardía sino de recursos.