Opinión

Los jóvenes y el embudo de dos crisis

Un joven frente a una oficina de empleo.

Un joven frente a una oficina de empleo. / EL PERIÓDICO

Soy de la generación que ha vivido en el embudo de dos crisis históricas en tan solo doce años. El zarpazo de la avaricia de un mal capitalismo nos noqueó las esperanzas con la crisis financiera y la reciente crisis por la pandemia del coronavirus nos sepulta la confianza de alcanzar la vida de nuestros padres. Es una realidad incontestable: no viviremos como ellos. Un informe de la Friedrich Naumann Foundation apuntaba que la entrada al mercado laboral de los jóvenes desde el 2008 no ha dejado de ser una travesía por el desierto con recesiones, precariedad, incertidumbre y un elevadísimo desempleo que en España alcanza lo bochornoso.

No hay un pacto social donde se asegure que la vida prospera. Y ya no es cuestión de que el poder adquisitivo disminuya, sino que se da un fenómeno alarmante, según denuncia sistemáticamente el Banco de España. Existía una regla que se cumplía siempre: cada generación cobraba salarios más altos que la anterior. A ello hay que sumarle el cóctel económico que va ligado a la relación laboral de casi todos los jóvenes: precariedad estructural, salarios más bajos y la amenaza de que cualquier despido temporal termine en paro de larga duración.

La realidad que viven –o vivimos– millones de jóvenes no es un cálculo económico subsanable con parches o con la aprobación de un plan ministerial que contenga palabras grandilocuentes. Ya saben: resiliencia, transición ecológica y alguna terminología inglesa. Estamos hablando de un desequilibrio social grave. Son jóvenes sin expectativas laborales, abocados a la frustración personal y sin un horizonte vital que le permita construir su camino. La situación crónica de un modelo de sociedad que ni atiende ni busca el bienestar de los jóvenes. O lo que cualquier burócrata llamaría la generación del futuro o alguna frase del estilo para rellenar un mitin.

Nuestros padres empezaron desde abajo y es justo reconocerlo. Pero nunca hubieran imaginado que sus hijos estarían mendigando puestos de becarios. Cada vez conozco a más gente de mi entorno que se ven obligados a emigrar. Lo llaman experiencia laboral o cambio de aires para convencerse de que no es una derrota del modelo económico de su país. Para mi generación es un logro irte a vivir a Manchester, Berlín o Taiwan de becario y terminar cobrando 1.000 euros.

Nos han hecho creer que la emigración obligatoria es una oportunidad para aprender experiencias o que compartir piso con más de 30 años es algo enriquecedor. Y no que es una putada. Porque somos de esa generación que se conforma con tener el pasaporte lleno de sellos, el pago religioso a Netflix o un acceso sin límites en las redes sociales. Pero somos incapaces de reivindicar un pacto social intergeneracional que se ha roto. Y que nadie está dispuesto a recuperar. La complacencia de la juventud está siendo la cárcel de sus posibilidades.