Opinión | Perplejidades españolas

Cataluña

Tiene muchas caras Cataluña. Desaparecieron de escena: Pujol y su sagrada familia depredadora; Artur Mas, de sonrisa cínica; Quim Torra, récord de torpezas; Ernest Maragall, Joan Tardá, Miquel Roca, Durán Lleida, Puigdemont… Y tantos.

Preside la Generalitat Pere Aragonés, con mejor gesto pero no menos firme independentismo, y Oriol Junqueras y los presos indultados aunque ninguno se arrepienta, esperan pase la inhabilitación. Hay siete millones largos de personas asombradas, entusiasmadas, indignadas. Según. Quizá puedan resumir actitudes y mentalidades dos jugadores de plantilla, principales de esta terrible partida.

Gabriel Rufián hará pronto 40 años, lo que quizá modere sus palabras y gestos. El diputado de Esquerra tiene encandilado a su grupo, asombrados a otros, desencajadas todas las crispadas derechas. De Santa Coloma de Gramanet, hijo y nieto de inmigrantes andaluces de izquierdas, sus padres tenían un taller de peletería, y eran felipista el abuelo y «de Anguita» el padre. Diplomado en Relaciones Laborales y máster en Recursos Humanos en la Pompeu Fabra, trabajó diez años en una ETT. Ay. Hoy este tímido hijo único casi hipster se enrolla y afana en dominar las tertulias de actualidad, publica en diversos medios con el placer de sentirse influyente en la opinión.

De vestuario y gustos juveniles (camisas Mao y zapatillas Nike, música de Led Zeppelin), su carrera meteórica hizo temblar la solidez catalanoparlante al intervenir en castellano en un consejo nacional de Esquerra. Charnego sin complejo, ateo militante, como los mafiosos de película arrastra las palabras, las repite con aire de chulito. Sin respeto a instituciones (rey, Iglesia, ejército, banca) ni a personas, repite frases que incendiaron redes: «Luis sé fuerte», «los compiyoguis»; «los liberales del BOE», «la economía del palco del Bernabéu». O llamar a Ciudadanos, de efímero éxito, «un PP cool barnizado con trajes caros y caras guapas». Y: «Cada vez que el grupo de Ciudadanos nos llame “golpistas”, les llamaremos “fascistas».

Protagonizó dos escandaleras en el Congreso: en noviembre de 2018 fue expulsado del Congreso por la presidenta, Ana Pastor, al llamar «hooligan» e «indigno» al Ministro de Exteriores, Borrell. Quien, todo ha de decirse, le respondió: «ha vertido usted en el hemiciclo esa mezcla de serrín y estiércol que es lo único que es usted capaz de producir». En mayo de 2021 tras no lograrse la aprobación de una ley para personas transgénero, se dirigió a la comunidad católica: «Ustedes creen en serpientes que hablan, en palomas que embarazan y que si nos portamos mal llegará una lluvia de fuego y nos quemará. Y vienen a dar lecciones de normalidad y adoctrinamiento». «No me siento orgulloso de aquel día», explicaría listo, conocedor de las líneas rojas.

Salvador Illa había sido nombrado ministro de Sanidad (algo que bien podía hacer un humanista y gestor, como su antecesor el llorado Ernest Lluch) el 10 de enero de 2020. Mayor de los tres hijos de un trabajador de Textiles y Bordados, era secretario de organización de los socialistas catalanes (PSC) a donde había llegado tras sus estudios tradicionales (escolapios de Granollers, Filosofía en la Universidad de Barcelona, a la vez que cumplía el servicio militar, y un Máster en Dirección y Gestión de Empresas por el IESE/Universidad de Navarra), enseñando en la también universidad católica Llull, y en la de Barcelona (Máster de Gestión Pública Avanzada), y trabajando en la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona.

Alcalde durante 10 años en su pueblo natal La Roca del Vallès (Barcelona), promovió un gran centro comercial de enorme éxito. Llegaron a desalojarle con una moción de censura, pero volvió cuatro meses después con mayoría absoluta de concejales. Muy activo en redes sociales, ayuda en el huerto de su padre; corre una hora diaria; lee historia, ensayos, economía en inglés; viaja por el Ampurdán, y este verano por nuestro Matarraña, donde se encontró con el arzobispo Omella, nacido en Cretas. Buenas amistades.

Como ministro de Sanidad (enero 2020-enero 2021), ante la pandemia del coronavirus asumió la gestión del estado de alarma; la compra de vacunas, el plan de vacunación; trabajó con las comunidades autónomas apostando por la cogovernanza. Con el zaragozano Fernando Simón, aguantaron agrias críticas de la oposición, y querellas de algunos sindicatos médicos y colegios de enfermeros.

Compareció regularmente en la Comisión de Sanidad del Congreso; anunció, en junio de 2020 un Plan Nacional ante posibles rebrotes, y una reforma del Ministerio de Sanidad; crear un Centro Estatal de Salud Pública, incrementando la inversión en sanidad hasta el 7% del PIB. Defendió que el ordenamiento jurídico español dispone de «diversos instrumentos para la respuesta de crisis sanitarias», incluido el elemento «constitucional» del estado de alarma para situaciones «excepcionales». Y hubo casi unanimidad: en el clima incendiario de una oposición muy conservadora, era un lujo disponer de un político amable, educado y dialogante, un milagro.

Pero -logística de partido- dimitió para liderar la oposición en la Generalitat, que asume con serenidad y esperanza: “para…recuperar la fuerza y la unidad de Cataluña”. Considera que un referéndum es algo descabellado y que él es “el candidato de los trabajadores, no de la élite”. Demostrando cintura y saber político, ha tendido la mano a Aragonès para aprobar los presupuestos de la Generalitat. Como hubiera escrito Valle Inclán, Illa es “dialogante, católico y del Espanyol”, actitudes no muy abundantes en su entorno. Me pregunto si, presidentes y portavoces aparte, estas dos personas serán capaces de entenderse. Ojalá.