Hipnotizado, como todos los españoles, por las imágenes del volcán Cumbre Vieja en la isla de La Palma, acabé asociando sus efusiones, su entorno y tragedia con los cuatro elementos de la filosofía presocrática: fuego, aire, agua, tierra.

Fue Empédocles, en el siglo V antes de Cristo, quien ingenió esta composición como explicativa de cuanto sucedía a nuestro alrededor, en lo que llamamos planeta, universo o mundo.

Todo lo que existe, según este pensador presocrático, se derivaría de un modo u otro de esos cuatro elementos primordiales, bien en estado líquido, sólido o gaseoso, en forma de lava o ceniza, arena o burbuja de agua o de aire, piedra o nube, planta o rayo, hueso o escama, piel o carne... No serían en ningún caso materiales o materias estáticas porque dos fuerzas antagónicas entre sí pugnarían por su expansión, destrucción o dominio: Amor y Discordia. Mientras que Amor velaría por el orden y el equilibrio, Discordia sería causante del movimiento y del conflicto, del cambio y de la reencarnación (Empédocles había asumido de los pitagóricos la idea de la metempsicosis o transmigración de las almas).

En vida, el gran Empédocles llegó a ser uno de los ciudadanos más famosos de su tiempo. Médico de formación, consiguió salvar su ciudad, Agrigento, de una epidemia de peste. Experimentó con la magia y la hechicería, practicó experimentos que hoy se consideran pioneros del moderno laboratorio, enseñó Filosofía y amasó una fortuna. Su túnica y sus sandalias lucían adornos de oro y él mismo llegó a creerse elegido por los dioses para transmitir al resto de los mortales el fuego del conocimiento.

Dice la leyenda que eligió morir arrojándose a las fauces del Etna para, desapareciendo, demostrar su inmortalidad, pero la lava del volcán acabo expulsado sus doradas sandalias… Nos dejó su obra, escrita en poéticos hexámetros, y los principios de la retórica, en cuya disciplina Aristóteles lo consideró fundador y maestro.

Todos estos y muchas más reflexiones y datos contiene la Historia de la Filosofía de A. C. Grayling que leo con placer, viajando por el pensamiento universal en alas de su vertiente más pura, la filosófica.

Como una forma, también, de olvidarme del fuego real de Cumbre Vieja.