Hace unos días leí en el recientemente nacido El Periódico de España un informe relacionado con la edad ideal para comenzar la enseñanza de la lectura. Yo creía que este tipo de temas solo interesaba a los profesionales de la educación, pero el elevado número de consultas que ha tenido en la edición digital me ha hecho ver que estaba equivocado. Por ello, me ha parecido oportuno dar a conocer al gran público algunos datos procedentes de la investigación neuropedagógica más reciente, basándome fundamentalmente en dos obras de Stanislas Dehaene (El cerebro lector y Cómo aprendemos), junto con los resultados de la investigación que sobre este tema he realizado a lo largo de mi vida profesional.

Antiguamente se seguían al pie de la letra los descubrimientos de Piaget, quien afirmaba que el niño pasa por una serie de estadios evolutivos cuya maduración es absolutamente independiente de la estimulación externa y que la alteración de esa secuencia evolutiva por los aprendizajes precoces es peligrosa e inoperante. Como consecuencia de la aceptación masiva que tuvo esa teoría, la investigación se centró en descubrir cuáles son los factores madurativos que determinan el éxito o el fracaso del aprendizaje de la lectura y cuándo se alcanza el dominio de dichos factores. Por tanto, se llevaron a cabo decenas de investigaciones y se elaboraron pruebas con el objetivo de diagnosticar si el niño había alcanzado, o no, el dominio de esas variables madurativas. Solo cuando se comprobaba que se habían superado unos determinados niveles madurativos (por regla general, en torno a los seis años), comenzaba la enseñanza de la lectura. Dado que había niños con un retraso mental grave que jamás alcanzaban esos niveles, se les negaba la oportunidad de aprender a leer. Después de haberse comprobado que esas pruebas diagnósticas tenían un elevado porcentaje de falsos positivos y negativos, quedaron en el olvido. Hoy, los descubrimientos de la Neuropedagogía han demostrado que la respuesta a la edad ideal para iniciar la enseñanza de la lectura es mucho más compleja de lo que se creía.

La viñeta de Gregor. Gregor

Recientemente se ha demostrado, mediante el uso de experimentos de laboratorio y de técnicas de neuroimagen, que el cerebro del recién nacido posee ya un amplio saber heredado a través de la historia evolutiva de cada especie (denominado saber invisible), el cual se manifiesta a través de la puesta en práctica de inferencias probabilísticas lógicas, semejantes a las que hacen los adultos aunque, por supuesto, mucho más básicas. Incluso se ha comprobado que, desde el nacimiento, los estímulos lingüísticos activan las mismas áreas cerebrales que cuando esa estimulación se hace en la edad adulta. En el caso del lenguaje oral, se activa el área de Broca en el lóbulo temporal izquierdo y en el caso de la lectura se activa la denominada caja de las letras en el lóbulo occipital izquierdo.

Hace más de cincuenta años un médico francés (Alfred Tomatis) intuyó que a partir del sexto mes de embarazo el feto comienza a procesar el lenguaje de la propia madre a través de la pared uterina. Hoy, los experimentos neurológicos han corroborado que ello es así. Ese procesamiento inicial explica que todos los bebés que no padecen ningún daño cerebral sean capaces de reconocer desde el primer día del nacimiento la diferencia entre la mayor parte de las vocales y de las consonantes, o que al final del primer año de vida distingan las características básicas de su lengua materna: los fonemas, la melodía, el vocabulario y hasta las reglas de la gramática. Es esa capacidad innata la que permitirá al niño unos años más tarde, si se le estimula adecuadamente en los períodos sensibles de máxima plasticidad cerebral, comprender la relación entre los fonemas y los grafemas, que es el primer requisito para un aprendizaje exitoso de la lectoescritura.

Hoy nadie duda de que el aprendizaje de la lectura es un proceso demasiado complejo, en el que intervienen diferentes componentes cognitivos que requieren la intervención coordinada de todas las áreas cerebrales. Por esta razón, solo se produce a través de una enseñanza intencional que implique la planificación de una serie de niveles escalonados, ya que el dominio de un peldaño superior depende del logro exitoso del nivel anterior, comenzando al inicio del segundo año de vida y culminando al final de la adolescencia. Aunque todas las etapas de ese proceso requieren una cuidada planificación por parte de los docentes, en la inicial resulta absolutamente imprescindible una colaboración sistémica entre la escuela infantil y la familia. Cuando esta colaboración no se produce, o sobre todo cuando en la familia no hay un ambiente lector favorable, los resultados de los aprendizajes posteriores se ven afectados de forma muy negativa, entre otras razones porque la motivación del niño por la lectura acaba siendo nula.