El año termina no solo con una nueva ola de contagios, sino también con informaciones y noticias contradictorias en la política. Mientras la derecha convierte las encuestas de sus medios, que dan mayoría a las derechas, en una realidad palpable, el gobierno ha conseguido aprobar una reforma laboral con sindicatos y empresarios. Es un final similar a otros momentos del año, en los que la oposición grita en el Congreso (o en la calle, junto a policías o habitantes del barrio de Salamanca) mientras el gobierno, aunque con bastantes dificultades, consigue sacar adelante su programa. Pero la situación no es ni mucho menos cómoda y el futuro sigue siendo incierto.

Dos modelos para 2022

Como consecuencia de la pandemia, de su propia ideología o gracias a sus socios minoritarios, el gobierno ha aprobado medidas socialdemócratas que han sido recibidas por la derecha mediática y parlamentaria (¿o deberíamos decir antiparlamentaria?) como el preludio de una distopía comunista: una ley de vivienda más tímida de lo que se anunció en un principio, un ingreso mínimo vital que avanza lentamente, una ley de educación que no termina con la concertada, a pesar de ser un confortable lugar de sociabilidad de las derechas españolas, otra subida del salario mínimo o, más recientemente, la reforma laboral. Todas ellas buscan corregir desigualdades dentro, lógicamente, del marco económico capitalista, pero el neoliberalismo avanzaba tan cómodamente, legislatura tras legislatura, por la sociedad española, que ha decidido sacar su artillería pesada a sobreactuar para intentar frenarlas. En este sentido, la aparición, el progreso o la importancia que han adquirido determinados partidos o determinados liderazgos no solo se explicaría por razones políticas, ya que serían la correa de transmisión de intereses económicos que no quieren seguir cediendo terreno.

Pero en la derecha no todo es ruido parlamentario, ya que gobiernan en lugares muy importantes del país y manejan una agenda concreta de actuaciones: bajada de impuestos empezando por las clases más favorecidas, reducción de la musculatura del estado del bienestar, que obliga a recurrir a servicios privados de educación o de sanidad, aplazamiento de medidas frente al cambio climático o retroceso de derechos colectivos. El caso más evidente es el de Madrid en estos últimos días. Su presidenta se niega a aplicar medidas restrictivas mientras la atención primaria está en estado crítico y parte del dinero público se destina a distribuir test por las farmacias de la comunidad. Parece un despropósito individualista, pero no es una novedad, ya que obtuvo una amplísima mayoría explicando a la ciudadanía qué es lo que iba a hacer y qué no.

Por un lado, el gobierno de España emplea dinero público en proteger a los trabajadores y sus leyes buscan mantener derechos o incluso ampliarlos. Por otro lado, nos encontramos con la vieja falacia de que cuanto menos dinero recaude el estado, más tendrá la ciudadanía en los bolsillos para satisfacer sus necesidades educativas, sanitarias o de consumo. Así las cosas, no parecería descabellado pensar que la mayoría de la población está con el gobierno del país, pero las elecciones de Madrid demostraron que podría no ser así. Si la pandemia dura más de lo que creíamos, si el precio de la energía sigue subiendo o si los fondos europeos no llegan a la «economía real», no sería la primera vez que una agenda reformista no despierta el entusiasmo necesario en las clases populares, pero sí genera un rechazo mucho más violento entre las clases acomodadas. Si estas están claramente movilizadas porque su economía no va tan bien, porque según ellos ETA vive gracias al gobierno o porque España se rompe, pero las clases trabajadoras están desencantadas, las mayorías podrían cambiar y dejar paso a una derecha postfascista que no dudaría en pedir ministerios.