HOGUERA DE MANZANAS
Homofobia y candelabros
En el momento en que yo escribo esta columna no sabemos (más allá de los casos muy claros y de las encuestas que cada uno quiera creer) cuál será el resultado de las elecciones. Sin embargo, cuando ustedes lean La Hoguera en el lunes postelectoral, todo se habrá resuelto. Felicidades a los que estén contentos y mucho ánimo para los descontentos; piensen que en cuatro años habrá más elecciones de estas y dentro de pocos meses, otras de distinto tipo. La democracia es así, cíclica como las estaciones. Los triunfos que no están en el presente pueden estar en el futuro. Sin embargo, yo tengo que reconocer que me alegro de la tregua que supone un fin de campaña.
Y es que la política es necesaria, pero cuánto daño hace al estilo lingüístico. El ser humano, como el mono, aprende también por imitación. De todo ese batiburrillo coleccionable de términos que son, en el sentido matemático de la expresión, «moda» y que están presentes ya en todo intercambio de pareceres queda en la cabeza del hablante-oyente un compendio de palabras que atraviesan los artículos de prensa, las ondas radiofónicas, las conversaciones, los libros, nuestra mente... y todo se posa en la memoria haciendo del estilo una misión entre imposible y suicida.
No es extraño que algunos, cuando tengan la necesidad de expresar lo que sienten, se hagan la picha un lío. «Le tengo homofobia a las cucarachas», escribía no hace mucho una joven por las redes, la cual sufría claros problemas con la concordancia de número (¿por qué «le» y no «les», amiga mía?), de género (¿por qué homofobia, corazón?) y con las cucarachas (eso lo entiendo). Seguramente esta muchacha sentía, como aquella modelo de los noventa, inclinación por los hombres y mujeres que están en el «candelabro», pero yo me alegro de que descansen un poco. Y tanta paz hallen como dejan.
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