Casa Emilio

Ángela Labordeta

Ángela Labordeta

Todas las ciudades tienen un lugar emblemático, no de carácter religioso, sino laico y que alberga o albergó pasiones, risas y un sinfín de recuerdos que el tiempo se va comiendo con sus ansías y sus olvidos. En Zaragoza, sin duda, ese lugar era Casa Emilio que esta misma semana cerró sus puertas tras años y años haciendo de casa de comidas, de lugar clandestino para los viejos y utópicos peceros, de refugio para infatigables soñadores de risas y horas sin regreso y sobre todo de enseña de todas las cosas que están bien, porque Emilio conseguía que todo estuviera bien y que nadie se sintiera atrás o incómodo.

A lo largo de mi vida he pasado muchas horas en Casa Emilio; de cría iba allí con mis padres a comer, no una vez sino muchas, y allí nos juntábamos con amigos y las sobremesas se alargaban mientras nosotras, las niñas, jugábamos bajo las mesas y entre las piernas de los adultos imaginábamos puertos a los que llegar donde nadie antes había conseguido atracar. Eran días de invierno, los recuerdo así, y al salir de Casa Emilio ya era de noche y el cielo rasgado de Zaragoza envolvía todos los rostros futuros que serían los nuestros. De más mayor seguí acudiendo a la míticas cenas de Casa Emilio donde unos cuantos locos nos juntábamos para blasfemar y reír, para beber y soñar y así engañar a la madrugada que siempre nos pillaba de sorpresa mientras Emilio esperaba, sin desesperar, a que nuestras ansias de vida encontraran el camino de vuelta a casa que solía ser pasadas las tres de la madrugada. La vida de muchos de nosotros, estoy segura de ello, no hubiera sido la misma sin Casa Emilio y creo que hubiera sido menos feliz, porque Casa Emilio era espacio de libertad absoluta, era un culto a la broma, incluso de mal gusto, y un espléndido reflejo de lo que fuera no ocurría y que allí, sin embargo, ocurría constantemente.

De Emilio recuerdo muchas cosas, pero sobre todo recuerdo su bondad y recuerdo el día en el que, tras fallecer mi padre, desveló de una forma muy hermosa un secreto que entre los dos habían mantenido durante años y que era fiel reflejo de la forma que ambos tenían de entender el mundo. Emilio hizo siempre el bien y lo hizo desde su casa de comidas que era una paraíso donde todos éramos bienvenidos y que hoy es para muchos el recuerdo más amable de todas las cosas hermosas que, sobrevolando manteles a cuadros, se escabullían de la cotidianeidad y por eso todo era posible cuando las puertas se cerraban y la magia comenzaba y Emilio se disponía a disponer la felicidad.

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