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Financiar a las universidades públicas

La financiación de las universidades públicas viene siendo un quebradero de cabeza desde hace años. Hoy más. Rectores y rectoras de todas las universidades públicas españolas llevan tiempo y tiempo quejándose a sus respectivos gobiernos autonómicos. No les falta razón. A la mayoría les va justo el presupuesto. Y les empuja la competencia. Por un lado, para poder quedar dignamente en algún reconocido ranquin internacional: más que nada por el «prestigio» que pueden darle los medios de comunicación si aparecen en los primeros puestos. Pero, sobre todo, por el peligro latente de las privadas: algunas otorgan («venden») titulaciones «al peso» y van posicionándose en la red universitaria española. Además, no se olvide la influencia que el creciente (y positivo) desarrollo de la FP superior y el previsible descenso demográfico tendrán en un futuro muy próximo en el mapa formativo de nuestro país.

Que la universidad tiene que ser cara parece socialmente admitido. Imparte educación superior y lleva a cabo proyectos de investigación, lo que requiere un personal docente e investigador (PDI) altamente cualificado y, por supuesto, suficiente y competente personal técnico, de gestión y de administración y servicios. El problema es quién lo paga. Porque la matrícula de los estudiantes apenas supone un quince por ciento o poco más de lo que realmente cuesta una plaza universitaria en la pública. ¿Entonces?

En la teoría está claro. No solo en multitud de libros y artículos sobre financiación universitaria. También en la normativa estatal. La Ley de Ordenación del Sistema Universitario (LO 2/2023) dedica todo un capítulo al régimen económico y financiero de las universidades públicas. Las universidades tienen autonomía económica y financiera y, en consecuencia, les corresponde la elaboración, aprobación y gestión de sus presupuestos (LOSU, art. 54). De acuerdo. Pero la cuestión está en el artículo siguiente: suficiencia financiera. Dice textualmente que en el marco del plan de incremento de gasto público previsto (LO 2/2006) «el Estado, las Comunidades Autónomas y las universidades comparten el objetivo de destinar como mínimo el 1 por ciento del PIB al gasto público en educación universitaria pública en el conjunto del Estado». Vale. Muy bien sobre el papel, pero la cuestión es cómo se concreta. Porque hay resolver varios interrogantes.

¿Se cumplirá la previsión de incremento del gasto público? ¿Es suficiente decir que «se comparte un objetivo» o habría que haber establecido un compromiso más estricto para cada una de las tres instituciones públicas implicadas? ¿Cómo se distribuiría entre las universidades públicas el gasto público si es cierto que se llega a alcanzar el objetivo deseado?

Todo está hoy por hoy en el aire. El desarrollo efectivo de lo dispuesto en la LOSU ya se aproximaría a los mil millones según algunas fuentes. En su articulado se contemplan muchas medidas que suponen un importante incremento de gasto, sobre todo en nóminas. ¿Cómo se ha pensado hacer el reparto de los previsibles fondos estatales? Es de esperar que se contabilicen varios factores: oferta de titulaciones, número de matrículas en cada tipo de enseñanzas, proyectos de investigación, dispersión de campus y centros, impacto de cada universidad en su contexto territorial, etc. Y que la distribución de esos fondos estatales se haga con trasparencia y, a ser posible, de acuerdo entre el Ministerio de Universidades, comunidades autónomas y las propias universidades. Veremos.

Pero la financiación de las universidades públicas proviene fundamentalmente de los presupuestos autonómicos. Lo deseable, una programación plurianual con tres ejes: financiación estructural basal, financiación estructural por necesidades singulares y financiación por objetivos. En algunos territorios así se hace, aunque hay que mirar con lupa la letra pequeña de los planes de financiación. En otros, todo queda a expensas del presupuesto que el parlamento regional apruebe cada año para su sistema universitario. Mientras unos gobiernos regionales realizan un gran esfuerzo económico por sus universidades públicas, otros las tienen pasando estrecheces con la idea última de su jibarización para que crezcan privadas impulsadas desde fondos de inversión y/o entidades ideológicamente afines.

Un último apunte. Si a las universidades públicas no se les financia al cien por cien desde los poderes públicos, deberían tener libertad y autonomía para captar fondos por su cuenta de una forma más flexible y ágil que en la actualidad. Esa financiación externa puede proceder de convenios y contratos con empresas e instituciones. Algunas hace años que mantienen un intenso contacto y colaboración con el tejido productivo de su entorno, recibiendo así recursos para la proyección de valiosos proyectos universitarios. La transferencia de conocimientos y de los resultados de la investigación puede ser una interesante fuente de ingresos. Y conviene no olvidar que los consejos sociales tienen entre sus misiones la de «promover la captación de recursos económicos destinados a la financiación de la universidad». Pues eso.

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