Opinión | salón dorado

«Hasta los cojones»

Tras la abdicación del rey Amadeo I en febrero de 1873, se proclamó en España la I República. Estanislao Figueras, nacido en Barcelona en 1819, fue elegido su primer presidente. La República se sumió muy pronto en un caos de esperpénticos debates entre los propios republicanos, divididos en dos bandos: los unionistas y los federalistas; además, Figueras tuvo que anular la proclamación de L’Estat catalá, que aunque federado con España, no era sino una astracanada más, propia de esos convulsos tiempos. Los políticos españoles de la segunda mitad del siglo XIX iban a lo suyo; es decir, les importaba una higa lo que le ocurriera a la mayoría de los ciudadanos, que lo estaban pasando muy mal en un país asolado por la corrupción sistémica, la miseria material y moral, el caciquismo secular, los abusos y privilegios de los poderosos, el delirante cantonalismo y las guerras civiles; la tercera guerra carlista se libraba precisamente durante el año de la República. La indecencia y las corruptelas de los dos últimos borbones, Fernando VII e Isabel II, habían contribuido al descrédito absoluto de la monarquía y propiciado su caída, pero los diputados republicanos ni supieron ni quisieron ofrecer a España las soluciones que se requerían para salir de la inmundicia en la que estaba sumida. El propio Figueras, harto de todo y de todos, abandonó la presidencia sin avisar, se subió a un tren en Madrid y se largó a París dejando para la Historia una expresiva sentencia: «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros». En los siguientes seis meses se sucedieron otros tres presidentes, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, hasta que en enero de 1874 (aunque de facto duró todo ese año), se dio por liquidada la República, y en diciembre se restauró la monarquía, otra vez con los garrapatos borbones.

Siglo y medio después, los políticos españoles no han aprendido nada, no han entendido nada y siguen a lo suyo. Día tras día, sesión tras sesión, han convertido el Congreso y el Senado en verdaderas sentinas, en las que no se adivina un atisbo de inteligencia ni de educación ni de respeto, no ya hacia ellos mismos, sino hacia el pueblo soberano (valga la ironía) que vota y paga sus salarios. Debe de ser la política la única «empresa» del mundo en la que el empleador y propietario está sometido al empleado y asalariado.

A ver si resulta cierto eso que dicen algunos: que la política de un país no es otra cosa que el reflejo de los ciudadanos que lo habitan.

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