Durante las tres semanas que mi padre estuvo hospitalizado en la planta de Medicina Interna del Miguel Servet, en la primera de ellas, tuvo como compañero de habitación a Pedro. Pedro era un excelente paciente; un tipo divertidísimo, siempre de buen humor, siempre contando chistes, siempre una excelente persona. Sus hijos me dijeron que a su padre lo estaba devorando un cáncer de próstata extendido hasta el tuétano (nunca mejor dicho y peor sentido), y que a veces le causaba un dolor insoportable. Pero Pedro seguía riéndose de todo; contaba chistes sin parar, hacía reír a mi padre, le invitaba a cantar "asturianadas", seguía nuestras bromas como un chiquillo. Y también seguía amando hasta el límite; tranquilizaba a mi padre continuamente, le cogía de la mano por las noches si lo notaba desasosegado, animaba a sus hijos y a su mujer, animaba a las enfermeras, a las auxiliares, a nosotros… El paciente y el compañero ideal.

Transcurrida esa primera semana, bajaron a Pedro a la planta de Oncología. Mi padre y él se despidieron entre lágrimas, con un fuerte y sentido apretón de manos. Como habíamos hecho excelentes migas con los hijos de Pedro no había día en que, o mis hermanos o yo, bajásemos a verlos en su nueva ubicación. Y Pedro, cuyo cáncer seguía machacándole inmisericorde, seguía riendo y amando. Esto era lo que desesperadamente hacía cada vez que tenía un hálito de fuerza. Reír y amar. ¡Cómo me animó la mañana que a mi padre tuvieron que hacerle una complicada prueba! Tumbado en su cama me cogía de la mano y, con aquella deslumbrante sonrisa, me calmaba una y otra vez. Por supuesto, sus hijos también subían cada día a visitar a mi padre. Y le animaban, y le daban cariño, y mi padre lo agradecía un montón.

Y entonces llegó aquel maravilloso día en el que Pedro, en silla de ruedas empujada por su hijo, y aferrado al perchero ese lleno de goteros, apareció en la habitación de mi padre. Yo no estaba (¡maldita sea!). Me dijeron que fue un momento glorioso. Se animaron y se rieron. Menuda pareja. Cristina, una de las hijas de Pedro, me contó luego que, aquel día, ella acababa de llegar a la habitación de su padre. Al no verlo allí, su corazón le dio un vuelco y salió corriendo al pasillo en busca de alguien que pudiera darle una explicación. Y entonces los vio. Al final del pasillo aparecieron Pedro y su hermano con una enorme sonrisa de oreja a oreja. La pobre Cristina pensó en matarlos por el tremendo susto que le habían dado. Pero terminó riendo con ellos también. Vaya dos. Un Sancho Panza guiando a su caballero y, un Don Quijote aferrado a una lanza llena de goteros, que venían de socorrer a otro caballero desanimado y enfermo que guardaba reposo unas montañas más arriba.

Unos días más tarde, recuperándome yo de una gripe demoledora, me dijeron que Pedro había muerto. Pero eso es imposible. Está en sus tres maravillosos hijos: Pedro, Liria y Cristina. En su mujer. Está en mi padre, en mis hermanos y en mí. Vive dentro de toda la gente a la que ayudó e hizo reír. Y en el cielo anda ya contando chistes.