Con la desaparición de José Antonio Labordeta, la izquierda aragonesa cierra un capítulo apasionante de su historia y Aragón pierde hoy parte de la autoestima que tanto tiempo le costó conseguir. La figura de Labordeta permitió que su pequeño país fuera puesto en el mapa de la política española, lo despojó de tópicos regionalistas, del tipismo al que durante años lo condenó la visión centralista madrileña y emocionó con sus palabras, sus discursos y su guitarra a dos generaciones de aragoneses muchos de los cuales incluso le votaron por encima de siglas y convicciones.

Labordeta encarnó el paradigma de la izquierda libertaria, contradictoria en ocasiones y marcada siempre por un hálito de estigma perdedor. Pero su trayectoria política, inseparable de su condición humana, de paseante reflexivo, de maduro profesor de enseñanza media, de hombre del pueblo que alcanzó las alfombras mullidas de la Carrera de San Jerónimo, siempre fue presidida por el compromiso desprendido, la forzosa obligación de corresponder a su pueblo con el inmenso cariño que siempre le otorgó.

Su mayor virtud política fue que nunca pareció un político. Aunque quizá fuera el más político de todos los diputados. Con esta doble paradoja supo ganarse el cariño de las gentes, que se identificaban en su espontaneidad, en su sincero exabrupto, en las "expresiones castizas", como decía el presidente de la Cámara, Manuel Marín. Solo en la boca de Labordeta un insulto se convertía en una justificada expresión castiza.

Todo esto ocurrió en los últimos años de su vida, cuando el Abuelo alcanzó la edad en la que todavía se jubila todo el mundo y logró el escaño que la izquierda aragonesista había perdido tras las primeras elecciones generales. Pero su compromiso surge mucho antes, incluso antes de ser engendrado, antes de llegar al mundo en marzo de 1935, en vísperas de una guerra que robó parte del siglo XX a España y Aragón.

Provenía de una familia burguesa, liberal y progresista. Su padre, Miguel Labordeta, era el paradigma de la izquierda ilustrada y republicana que impulsó los tímidos movimientos regionalistas en Aragón, en la época de la República. Represaliado por la guerra, despojado de su cátedra de Latín y malviviendo con el colegio familiar, el Santo Tomás, por el que pasaron algunos de los más brillantes y destacados alumnos que marcarían la transición democrática años después.

Las conversaciones y tertulias fueron forjando en la adolescencia del joven cantautor una conciencia política que más tarde maduró en la Facultad de Letras de Zaragoza, en la que se licenció tras un paso fugaz por la de Derecho, más por satisfacer la voluntad del padre, fallecido en 1953, que por propia vocación. Estas continuaron durante su lectorado en Aix-en-Provence, en la Francia en guerra con Argelia y refugio de anarquistas españoles con los que compartió experiencias y anécdotas del exilio.

Teruel, caldo de cultivo

Pero fue en Teruel, en el instituto en el que dio sus primeras clases en las que surgió la conciencia política de Labordeta. Las lecturas de moda de finales de los 60, el inicio de la canción protesta y el reducido pero hiperactivo grupo de profesores y alumnos que coincidieron en el colegio menor San Pablo. Sanchís Sinisterra, Carbonell, Jiménez Losantos, Magallón, Fernández Clemente...

Y allí, como decía Labordeta, Eloy Fernández Clemente se "inventó Aragón". El Aragón que quería acabar con décadas de atraso económico y moral, el que pretendía dotar de infraestructura cultural y progresista a una comunidad deprimida y vasalla. Nacieron las albadas, los cantos a la libertad, las banderas rotas incluso antes de erigirse, el país que quería emerger aún a sabiendas de que la tarea era casi imposible, las representaciones de teatro de autores prohibidos y, sobre todo, Andalán.

Andalán fue la publicación utópica que sentó las bases de la transición política aragonesa. Las mejores firmas de izquierdas colaboraron en el sueño de Fernández Clemente, Borrás, Labordeta y muchos otros. Federalistas, comunistas, socialistas, universitarios idealistas y demás gente de izquierdas abordaron el proyecto editorial que tropezó con numerosos obstáculos gubernativos pero que contó con la simpatía de miles de aragoneses (algunos viviendo en lugares tan remotos como Burundi) que se suscribieron y dieron su apoyo a la revista. Una publicación imprescindible en la defensa de los problemas seculares que aún arrastra Aragón. Y empezaron las campañas. En contra de la nuclear de Chalamera, contra el primer trasvase proyectado aún en tiempos de Franco, o a favor del laicismo. También cometieron errores, a los ojos de hoy en día, como oponerse a la instalación de la GM o considerar --idea desterrada después-- que Zaragoza era el peor enemigo de Aragón

En torno a Andalán nació el PSA, fundado entre otros por Labordeta, que también compuso varios himnos de Aragón, coreados en fiestas y celebraciones, además de en aquellos actos públicos en los que el cantautor levantaba el ánimo de sus asistentes con su voz y su guitarra. Daba igual que fuera el aula magna de la Facultad de Medicina de Zaragoza, el colegio de La Salle o el viejo remolque de un tractor en un pueblo casi abandonado. Los cantos de Labordeta fueron antídotos contra el letargo, gritos colectivos y empujones de autoestima.

El PSA en el Congreso

Y ese pequeño país que entre unos y otros intentaban levantar, consiguió que Emilio Gastón, amigo desde la infancia de Labordeta, entrara en las primeras Cortes Generales, bajo la bandera del PSA, partido socialista y aragonesista, nacido en los primeros años de democracia y que en 1977 llegaba a Madrid. El espíritu ácrata de Labordeta no le impidió que apoyara también al PCE en las elecciones del 79. Ese año, su disco Cantata para un país reúne en Madrid, Barcelona, Valencia o Francia a cientos de emigrantes aragoneses que ven cómo su tierra se encuentra más cerca.

El PSA acaba casi convertido en la IDA, como bromeaba siempre Labordeta. La IDA o Izquierda Depresiva Aragonesa, la que no supo rentabilizar ese momento de ilusión y prácticamente se autodestruyó. De hecho, cuando hubo intentos para que el PSA se uniera al PSOE a principios de los 80 y muriera como tantos sueños y utopías, Labordeta abandonó su vinculación política y en la década de Felipe González siguió con su guitarra, sus canciones y sus incursiones en la televisión.

Siguió acudiendo allá donde le requerían, y mantuvo contactos y buenas relaciones con todos los partidos españoles de izquierdas que solicitaban su apoyo. La recién nacida Izquierda Unida, allá por 1986, se acercó a él, y lo encontró. Tanto que el profesor de historia en excedencia, padre de tres hijas, cantante y convertido por derecho propio en el Abuelo de Aragón, se presentó a finales de los 80 en las listas al Senado. Siempre buscando retos complicados, aspiraciones imposibles de conseguir.

Esto sucedía en 1989, cuando ya representaba muchas cosas para muchos ciudadanos. Tanto, que tres años antes había surgido Unión Aragonesa-Chunta Aragonesista, un partido político, muy minoritario pero que nacía recogiendo el testigo de aquel PSA que durante tres años hizo soñar a los aragonesistas de izquierdas con la posibilidad de ganar peso específico en el Estado.

Labordeta reconocía que al principio no veía con buenos ojos a ese grupo de jóvenes, entusiastas y vehementes, que recuperaron las cuatribarradas, oían sus canciones y reivindicaban el federalismo solidario con los pueblos. Aquella generación, formada por gentes que luego tuvieron responsabilidades políticas, como Azucena Lozano, Antonio Gaspar, Chesús Bernal o Bizén Fuster, siempre tuvieron en el Abuelo a su referente, el modelo de honestidad, coherencia y compromiso que querían seguir.

No tuvo su apoyo al principio. Él mismo decía que venía de la izquierda internacionalista, incompatible con el discurso más soberanista de CHA. Pero acabó convencido y, una vez más, volvió a apoyarles. Primero con sus canciones, en mítines inolvidables y fiestas en las que los jóvenes de izquierdas que solo habían vivido el Gobierno de Felipe González se involucraron y permitieron el ascenso de CHA a las instituciones. Era 1995. Cuatro años después, Labordeta llegaba a las Cortes, ocupando un escaño sin corbata.

El político

Su llegada reconcilió con la política a una generación que ahora ronda entre los 35 y 50 años y la unió con la anterior. Y rejuveneció 40 años, se subió a los escenarios con gente más joven, salió a la calle por el trasvase de Aznar, defendió de nuevo la dignidad aragonesa. Con sus amigos de la canción, reunió en 1996 en el pabellón el Huevo a miles de aragoneses que lo querían ver en el Congreso. Unos pocos votos lo impidieron. En el 2000, esa marea lo aupó al Congreso, a combatir un trasvase que amenazaba de nuevo el futuro de Aragón. Ajeno al protocolo, a las formas corteses, hablando como el beduino que se consideraba, condenado a la última fila del hemiciclo, con las minorías. Pero en Madrid le paraba la gente por la calle. Cuando caminaba, en el bar y en el metro, cuando iba hasta Tres Cantos, a casa de su hija.

Y allí, entre burócratas y aspirantes a abogados, en el hemiciclo recitó a Otero, a Celaya, a su hermano Miguel. Y en un momento en el que políticos y ciudadanos estaban cada vez más separados, su voz recia, llana, defensora de causas perdidas, se hizo oír con más fuerza. Fueron los años de Aznar, los de una mayoría absoluta opuesta a todo lo que representaba el veterano cantautor y que le condujo a momentos amargos. Nunca olvidó que su oposición a la Ley de Partidos, en una sucia maniobra, lo asociara a la tibieza con el terrorismo. Él, que se había jugado la vida junto a su amigo Imanol condenando el asesinato de Yoyes en Ordizia y había criticado con dureza a los pistoleros.

Se ganó al Rey en sus audiencias, y Zapatero, cuando llegó en el 2004, encontró en él un buen aliado al que admirar. El país que quiso levantar es hoy un poco más pequeño. Su despedida volverá a unir a las gentes de Aragón, una tierra dura y poco propicia al halago y la muestra de afecto. Quizá sea la última muestra de dolor colectivo.

Labordeta se va tranquilo, sereno. Con el cariño y el respeto de miles de personas y los muchos homenajes que, esta vez sí, pudo agradecer en vida. En sus últimas semanas se le quebraba la voz, emocionada, al saber que tantos años de travesía por su desierto particular había merecido la pena.