NOVEDAD EDITORIAL

‘Los prodigios de Gillingham’, frente al expolio artístico

Rodil Lombardía presenta una trama de espías y nazis durante la dictadura

El escritor y periodista José Francisco Rodil Lombardía.

El escritor y periodista José Francisco Rodil Lombardía.

Luis Negro Marco

Según el diccionario de la RAE, un prodigio es un suceso extraordinario, sorprendente, rarísimo, que excede los límites regulares de la naturaleza. Un milagro. Y si tenemos en cuenta la opinión de Milan Kundera: «La novela es el arte nacido de la sonrisa de Dios». Si hay una que tiene bien merecida la calificación de prodigiosa es esta tercera novela (Los prodigios de Gillingham) que ha presentado el escritor asturiano Francisco Rodil Lombardía.

Esta apasionante propuesta literaria (en la que realidad y ficción se entremezclan, sin fronteras nítidas entre ellas) desborda los límites de la pura novela y se adentra, a través de una impecable narrativa que engancha desde el primer momento al lector, por los escabrosos laberintos de una historia reciente de España que, por habernos sido ocultada en el relato oficial, nos resulta prácticamente desconocida.

La narración nos retrotrae a la España de Franco, comenzando por el año 2 de la dictadura, 1940, y primero después de la guerra civil. Años convulsos marcados por la miseria y la pobreza de las familias españolas durante la posguerra, pero también por la segunda guerra mundial. Como en la primera, España permaneció neutral, pero para asegurarse esta imprescindible neutralidad, la Inglaterra de Churchill tejió una sofisticada red de espías (tema que también aborda la novela) con el cometido de sobornar a los militares de más alto rango y con mayor influencia sobre las decisiones del dictador.

Unas redes de espionaje que, por supuesto, también urdió en España la Alemania nazi de Hitler, para abastecerse del wolframio español con el que blindar los tanques de sus ejércitos, diseñando rutas de evasión para, a través de ellas, poner a buen recaudo las decenas de miles de obras de arte que destacados oficiales y jerarcas nazis robaron a las familias judías deportadas y sustrajeron de las iglesias y museos de las naciones ocupadas.

Así mismo, centenares de altos mandos nazis que habían asesinado y expoliado el patrimonio en Europa encontraron tras el final de la guerra, en 1945, cobijo en la España de Franco. Tiempos de ceniza en los que sobre nuestro suelo patrio también surgieron ladrones de guante blanco, alta cuna y alto rango, quienes –en complicidad o valiéndose de los propio medios que los nazis– expoliaron numerosas obras de arte procedentes de algunos de los más emblemáticos monumentos artísticos de España. Aragón también sufrió este expolio, siendo Erik el belga el más tristemente célebre ladrón conocido en nuestra tierra, por los muchos robos por encargo que aquí cometió, uno de los más funestos, el que perpetró, en 1979, en la catedral de Roda de Isábena. 

En cuanto a su puesta en escena, la novela de Rodil es una obra maestra de la composición anular, fundamentada en una pléyade de historias magistralmente hilvanadas y que, aparentemente inconexas, están cada una de ellas dotadas de una porción de la clave necesaria para desentrañar y descifrar el misterio que, a cada instante, como en una película de intriga, plantea la narración. 

Y todo este fantástico universo de misterio y aventuras orbita en torno a la figura de un estrambótico extranjero: el inglés William Gillingham, quien luciendo un parche de tela en uno de sus ojos, se instala en el madrileño barrio de Moncloa, a finales de los años sesenta. El misterioso extranjero pronto despertará la curiosidad del vecindario e inflamará las fantasías de todos los vecinos.

Pasados los años, Eduardo Poveda, uno de aquellos niños, viajará a Londres y descubrirá, por casualidad, el rastro de Gillingham. Comenzará entonces a indagar sobre aquel personaje que tanto lo había impactado en su niñez y logrará convencer a un periodista, amigo de la infancia, para que lo ayude en una investigación que los llevará por Nyon (Suiza), Madrid, Londres, Ávila, Oviedo, Santiago de Compostela, Burgos, el valle del Tiétar… y que arrojará resultados sorprendentes en torno a operaciones de espionaje, expolio del patrimonio artístico español y contrabando de obras de arte.

Ardua documentación

De manera que, para todos, pero muy especialmente para los amantes del arte, de la historia y para quienes recuerdan sus tiempos lejanos de la infancia, esta novela no les defraudará. En ella Rodil despliega su gran erudición en todos los asuntos que aborda, sustentados en la documentación, el rigor y –demostrando su faceta de gran periodista– la honestidad con el lector.

Así, la minuciosidad descriptiva de esta novela nos recuerda a la de los grandes novelistas de otras épocas, como Marcel Proust en donde hasta el aparentemente más irrelevante detalle, tiene un significado esencial.

En Los Prodigios de Gillingham, Francisco Rodil ha logrado convertir al tiempo en el otro gran protagonista de la obra, como una cuarta dimensión de la realidad, la cual en la mayoría de los casos solo es posible mostrar a través de la ficción de la novela.