El 17 de marzo del 2004 el Real Zaragoza conquistó su último título de la Copa del Rey. Aquel majestuoso tanto de Galletti en Montjuic se entiende como la última vez que la afición zaragocista pudo ser completamente feliz. El último alegrón pleno, de los de verdad. Ayer se cumplían exactamente nueve años de aquel triunfo. No hubo nada que celebrar. El equipo aragonés da pena, otra vez.

Algunos, porque les interesa y no por otra cosa, insisten en machacar verbalmente con el mezquino mensaje de que este Real Zaragoza no se puede comparar con el de lustros anteriores. Que esto ya no es lo que fue. Desde luego, no lo es. Es triste, casi lúgubre, siempre tan cerca del patetismo. Y, claro, la gente se acuerda de las épocas en que era más feliz. Solo faltaba que le obligaran a pensar únicamente en esta condena de Agapito.

La afición está harta de que le pidan, le exijan, le aprieten, de dar y dar. Luego dudan de su zaragocismo al tiempo que, increíblemente, componen cada año una plantilla peor que la anterior. Al final los llaman al rescate. A ellos y a los que suben al carro por cuatro duros, lo que es ahora un billete de cinco euros. Es lo que llega: camisetas gratis, entradas de saldo... Todo en busca de la reacción, que no de la verdad. Eso sí, el equipo sigue siendo igual. Igual de malo.

Este Zaragoza, el de ayer, el del año pasado, el del otro, el de más allá, y más... representa fielmente la indignidad de esta sociedad deportiva, ahora tan pobre, que compró Agapito en el 2006, justo después de que jugara la última final de su historia. Se empeñan, su entrenador y sus jugadores, en negar la evidente descomposición que va camino de ser putrefacción. No está en zona de descenso, se excusan, pero no hay valiente honesto que sea capaz de justificar con verdades lo que le ocurre a este Zaragoza que va a llegar a final de marzo sin ganar ni un solo partido. Ni uno.

Con cuatro puntos de 33 no hay quien aguante en su puesto. Jiménez, extraviado desde hace unas semanas, lo hace pese a que es el primero que debería proclamarse culpable. A saber qué razones tiene Agapito, bien escondido tras los parapetos que ha edificado delante (presidente y entrenador). Bien levantados están. Esta temporada se ha hablado más de Romaric o Aranda que de su ominosa gestión. Tampoco lo ha hecho el entrenador, que solo se ha quejado de dirigir en un club tan asquerosamente pobre.

Un año más, Agapito tiene al zaragocismo desabrido, hecho una náusea. La afición, mucho más sensata que él, suprimió las agapitadas, creyó en Jiménez, respetó a Molinos, puso fe en un futuro nuevo. El resto de iniciativas, por cercanas a la verdad, las suprimieron porque la hacían indigna. Eso le decían. El clima, pues, ha sido de bonanza absoluta, demasiada. Una pitadita el último día en casa y poco más. Todo eso después de convertirse en el peor Zaragoza de la historia en su estadio. El peor. Ahí es nada.

Aun así, a algunos que levantan la voz les acusan de traidores. En otros tiempos nada lejanos, en los que jugaba, por ejemplo, Cuartero, la hinchada chiflaba con fuerza cuando las cosas no funcionaban. Y los que estaban abajo entendían la protesta como parte del juego y de la razón. Pero ahora le dejan reflejar la realidad, sea con palabras, sea con silbidos. Aquí solo vale aplaudir. Hasta la muerte.