A riesgo de parecer una publicista de ésas que pergeñan anuncios emotivos para Loterías y Apuestas del Estado, les contaré algo. Una historia sencilla.

Estuvieron más de una hora esperando a un fontanero al que le bastaron para marcharse poco más de seis minutos. “Ya lo vemos después de las fiestas”. Tras ese escueto pronombre se escondía la estremecedora posibilidad de tener que levantar el suelo del baño. Corran la voz: sólo hacen falta dos letras para cobijar tamaña catástrofe. Suficientes, desde luego, para que un fontanero le agüe la tarde a cualquiera.

Pero nuestra pareja se animó a bajar al centro, que brillaba como una fruta escarchada. Entraron a una librería que acababan de inaugurar tras una reforma faraónica prolongada a lo largo de varios meses. Les decepcionó el resultado. La realidad nunca está a la altura cuando la expectativa camina sobre zancos. Aun así, pasaron algo menos de una hora toqueteando libros y eso les entretuvo bastante.

De nuevo en el exterior, contemplaron las luces coloreadas de una Gran Vía con aceras más anchas a través de los ojos frescos y benévolos del turista. Se sintieron un poco forasteros en la ciudad donde vivían, lo que les produjo la ligereza y la alegría de lo inaudito.

Remontaron la calle rumbo a ese restaurante al que hacía tiempo que no iban, donde habían reservado para cenar. Qué bien volver a probar sus croquetas, con la bechamel tan cremosa y el toque decisivo de nuez moscada.

Antes de llegar, se habían propuesto encontrar una administración de lotería. Ella no jugaba nunca, pero a él le apetecía que llevaran un décimo a medias. Entonces, ¿por qué no? Había soñado que el gordo tocaba en un número acabado en dos. De modo que se aseguraron de reclutar esa terminación. El lotero les sonrió y, al extender la papeleta, les deseó suerte. Para que se sintieran especiales, elegidos de la gracia, aunque se lo dijera a todos. Qué más daba. Igualmente consiguió que pareciera un buen augurio.

De vuelta en la calle, él proclamó: “Si nos toca, lo primero que voy a hacer es… meterme en el Fnac y comprarme todos los libros que me apetezcan”. Bueno, y también todos los discos, añadió envalentonado, como desafiando a que lo tildaran de derrochón. Atreveos si hay bemoles. A ella la enterneció que ésas fueran sus prioridades, su inocencia, su ambición. Qué fortuna compartir un décimo, o lo que se terciase, con alguien así.

Tras la declaración de intenciones, prosiguieron camino, fantaseando, hablando de tonterías y profundidades varias, puede que pensando en los libros que escondían en casa y que se regalarían por Reyes, con más de dos semanas de anticipación, en cuanto regresaran; olvidados ya del boleto que él guardaba en el bolsillo y que, por supuesto, a la mañana siguiente (finalmente cayó en uno rematado en 7) no les tocó, como a la inmensa mayoría de ustedes, que hoy ven esfumarse, con el sorteo del Niño, su última esperanza por este año.

Queda por delante otro entero para volver a tentar a los hados en el bombo. Echando cuentas, equivale a 365 oportunidades de pasar tardes como aquella, de ilusionarse y de hacer planes juntos. Y eso sí que es suerte.