La lógica de la escalada bélica se ha adueñado del escenario irano-iraquí con inusitada rapidez desde que el presidente de EEUU, Donald Trump, decidió bombardear posiciones de milicias chiís en Siria e Irak el último lunes. De ahí que nadie dude en el Pentágono que más temprano que tarde el régimen iraní responderá al asesinato del general Qasim Soleimani y de varios de sus acompañantes, entre los que figuraba el líder de Hizbulá en Irak, Abu Mahdi al Muhandis. De ahí también que sean pocos los que ponen en duda que la decisión de EEUU de trasladar a suelo iraquí su conflicto con Irán redundará en una radicalización de la calle frente al Gobierno en funciones de Adil Abdul Mahdi, atrapado en el fuego cruzado entre sus dos aliados. La afirmación de Trump en Twitter según la cual «Irán nunca ha ganado una guerra, pero nunca ha perdido una negociación» parece más una fanfarronada que una declaración destinada a procurar un desenlace negociado. Es improbable que la Casa Blanca crea de verdad que tras dar muerte a uno de los héroes nacionales de Irán, colaborador del ayatolá Alí Jamenei, el régimen se avendrá a sentarse en una mesa de negociación. Nada induce a pensar que es posible un enfriamiento de la crisis. El encarecimiento del 4% del barril de Brent hasta acercarse a los 70 dólares es una señal inequívoca de que las previsiones son muy otras a escala internacional. Puesto que el riesgo de un efecto dominó ahí está, los países árabes implicados en el sistema de alianzas de EEUU e Israel no pueden tenerse por actores al margen de la crisis, por más que el primer ministro israelí, Binyamin Netanyahu, haya invocado el derecho estadounidense de defender a sus ciudadanos. Por el contrario, la decisión de Trump de incendiar el solar iraquí con drones degrada la atmósfera política desde el Mediterráneo hasta el golfo Pérsico. Los riesgos asociados a métodos expeditivos hacen temer lo peor en un espacio habituado a encadenar crisis.