HOGUERA DE MANZANAS

Montemolín

Olga Bernad

Olga Bernad

A algunos lectores la palabra no les dirá nada, sin embargo es el nombre de uno de los barrios más antiguos de Zaragoza, que abarcaba gran parte de la actual calle Miguel Servet y sus aledaños. A mitad de los ochenta, alguien decidió hacerlo desaparecer, partirlo por la mitad e incluirlo en los distritos de Las Fuentes y San José, que habían comenzado como simples caminos del barrio y habían ido creciendo a derecha e izquierda de su arteria principal. Sin embargo, este no-barrio, a iniciativa de su asociación de vecinos, celebró la semana pasada sus no-fiestas y allí estuvimos un grupo de escritores montemolineros, moderados por Antón Castro, hablando de nuestros recuerdos. Era un espacio extraño y fronterizo que estaba por su punta norte a quince minutos de la plaza de España y cuya punta sur llegaba hasta el puente de la Media Legua en la carretera de Castellón, lindando ya con los campos de labor. Un poco abandonado de la mano de Dios, proveía a la ciudad de servicios: el matadero, la estación de Utrillas, las antiguas cocheras de Tuzsa, las fábricas que acogieron el éxodo rural de los 60 –Giesa y Cefa principalmente–, las parroquias de Santa Cruz y Los Dolores, la Granja experimental, los colegios de la Salle, Marianistas, Tomás Alvira y la pequeña escuela del escorredero del Canal, para los hijos de los agricultores de la zona más sur. Ese espacio conformó la realidad de los que allí vivimos.

Desde mi casa, en las viviendas de Giesa, divisaba por un lado el imponente Palacio de Larrinaga, escenario de mis juegos y mis besos, y por el otro una fábrica quemada y abandonada junto al inquietante descampado que acogía un enorme asentamiento gitano. A lo lejos, en la noche, las luces del casino Montesblancos titilaban sobre la intemperie realista y mágica de mi Macondo particular.

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