Opinión

Pollo suizo

En edades tempranas, las primeras impresiones se dejan llevar por sensaciones que se nutren de ingenuidad

Las personas no son como parecen, pero pueden terminar siendo como se muestran. Al final, somos el compendio de comportamientos que mezclamos con nuestra genética. Es lo mismo que les pasa a los bollos suizos. No son dulces helvéticos, pero los tomamos como si su azúcar fuera, para el colesterol, tan neutral como ese país. En realidad, estos famosos brioches surgieron a mediados del siglo XIX en el Café Suizo de Madrid que pusieron en marcha dos ciudadanos de esta nacionalidad, de donde tomaron el nombre que los consolidó para la repostería. El éxito de la bollería les permitió extender el negocio en locales de Bilbao, Santander, Burgos y Pamplona que se sumaron al que fundaron en 1847 en pleno paseo de la Independencia de Zaragoza.

La primera impresión que nos da alguien es la que pesa más a la hora de catalogar a nuestros congéneres. Decía el escritor irlandés Oscar Wilde que: «no hay una segunda oportunidad para causar una buena impresión». Sabiendo que los demás nos valoran así, tendemos a comportarnos conforme a cómo pensamos que los otros nos ven. De este modo, el círculo vicioso se cierra y los prejuicios y sesgos de esa sensación inicial, certifican para siempre la personalidad que acabamos de analizar. Esta conducta de espejo define nuestra conducta. De la misma manera que nunca nos podemos ver con nuestros ojos, tampoco podemos conocer nuestra auténtica forma de ser. Quizás porque no existe ya que se construye, de fuera a dentro, edificando vivencias de aprendizaje sobre los cimientos de la herencia. El manido e inservible consejo de ser uno mismo es una frase edulcorada, a base de merengue, tan empalagosa como un libro de autoayuda. La mismidad es la otredad que asumimos para dotarnos de identidad.

El olfateo psicológico al que sometemos a los recién llegados a nuestra vida dura poco. Entre 150 milisegundos y 90 segundos es el tiempo que nos cuesta dictar sentencia clasificatoria sobre los desconocidos que encontramos. Debemos ser ágiles en el dictamen ya que hemos heredado esta habilidad, evolutivamente, desde comienzos del Cuaternario. Sigue siendo tan útil como entonces, saber si los seres con los que nos topamos son para comerlos o para comernos. Así que mejor no correr riesgos con extraños.

Al madurar, la racionalidad colma de suspicacias a los desconocidos. Pero en edades tempranas, las primeras impresiones se dejan llevar por sensaciones que se nutren de ingenuidad. Para taponar tanto aperturismo ajeno, los adultos abusamos del miedo. El coco o la furgoneta blanca de turno son amenazas que esgrimimos ante los berrinches o la rebeldía independentista de las tiernas criaturas. Los niños piensan que todo el mundo es bueno y los mayores les insistimos en que cualquier individuo está lleno de maldad. Por desgracia, el lógico exceso de prevención está reñido con la realidad. Las cifras de los abusos sexuales a menores nos dicen que la inmensa mayoría de delitos se cometen en el entorno familiar y social de las víctimas.

En realidad, calamos bastante bien a la gente, el problema es que ni reculamos ni recalamos cuando nos equivocamos. Eso sí, justificamos perfectamente que esa antipatía inicial, que ahora descubrimos llena de amabilidad, se debía al cambio de condiciones y contexto en el que habíamos dictaminado nuestro primer examen. Vamos, que ese cardo borriquero laboral es un encanto tomando un café y viceversa. Las investigaciones sobre estos cambios de criterio concluyen que atribuimos al entorno, y no a nuestro lastimoso ojímetro, los errores de apreciación con respecto a los otros. Si usted le cae mal a alguien, sepa que la culpa siempre será suya y no de quien le juzga.

Los juzgadores tienden a no equivocarse nunca. Da igual que hablemos de fútbol como de presuntos delincuentes. Los acusados lo saben, y aquellos desaliñados que pudieron cometer ese crimen horrible, aparecen ante el estrado como atractivos reos. Los jurados pueden ser tan impresionantes como impresionables. La pinta del juez también informa de su consistencia. Impresiona, de primeras y de últimas, ver al magistrado García Castellón en un atril, explicando y justificando cómo engañó y mintió a sus colegas franceses de toga para obtener datos, cuando era juez de enlace del gobierno de Aznar. A los suizos no les ha dado buena impresión y recelan de colaborar con él, a pesar de que les ha profesado admiración por su moneda. Este puñetero personaje se ha puesto gallo, y parece dispuesto a montar un pollo suizo invadiendo la Confederación.