Opinión | LA RÚBRICA

Ayunando se muerde la gente

Todos nos enfadamos cuando tenemos hambre, y algunos cuando los demás no tienen nada que echarse a la boca. Comemos como animales, pero devoramos como humanos. La alimentación es racional, aunque el consumo es compulsivo. Tragamos más de lo que necesitamos, pero digerimos una mínima parte de lo que ingerimos. Es la contradicción de una paradoja en la que el placer de masticar ha sustituido al gusto de saborear. Las generaciones que sufrieron las penurias de la dictadura, tras la guerra civil, se identificaron con la Escarlata que juró no volver a pasar hambre en Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939). Hacía falta valor para oponerse a la hambruna de libertad con derechos anoréxicos. La sociedad actual exige hambre para triunfar. La infancia está famélica en países subdesarrollados y se nutre mal en nuestro entorno. Pero les pedimos a los jóvenes que se coman el mundo. Queremos que los futbolistas muerdan el césped pero se atragantan de balón. Hay equipos que se meriendan la pelota y termina siendo un balón gástrico que evita llenarse de goles. Algo de eso le pasa a mi Real Zaragoza.

Pedimos avidez en el trabajo, y nos pagan con desgana salarial. Nos divertimos, por no aburrirnos, más que para pasarlo bien. Nos comemos marrones con tal de disponer de macarrones. Ni siquiera diferenciamos el antojo y el apetito de la auténtica hambre. Enloquecemos por la comida, y así los italianos dibujan en los carrillos el mismo movimiento oscilatorio que aplicamos a la locura en la sien. Nos desnudamos de calorías, para analizarnos la sangre, y la tripanofobia nos hace sudar de miedo a las agujas, aunque suene al temor cervecero por engordar el bajo vientre. Luego, seguimos con el ayuno intermitente, entre comidas, más razonable que el absurdo y peligroso ritual de privación para perder peso.

Los inhumanos convierten la hambruna en asesinato, como ocurre en Gaza, o en homicidio ante tanta mortandad infantil debido a la inanición por escasez de alimento y a la inacción por falta de voluntad. El colmo del cinismo nos lleva a insultar a los que despreciamos, porque son unos muertos de hambre. Parafraseando al filósofo Hobbes diríamos que el hambre es un lobo para el hombre.

El hambre ha promovido más revoluciones que las ideologías. La falta de pan es una mala propuesta de los poderosos, que quieren seguir hinchando la barriga de su bolsillo, y da ideas a los hambrientos para dejar de ser los miserables de la vida. Como en la novela de Víctor Hugo, los infames y los desafortunados se mezclan porque comparten la indigencia. En esas condiciones, el delito para llenar el buche se comprende social y penalmente como eximente de culpabilidad.

El cuerpo se manifiesta para demandar viandas, y el cerebro combustible para pensar. El mal humor es el grito psicológico que alerta de una reserva bajo mínimos. Las tripas se quejan hablando con borborigmos. No me refiero a las flatulencias reales de los Borbones, sino a la combustión de gases en la panza que nos hace rugir como leones y avergonzarnos como ratones. La hipoglucemia provoca estrés, lo que nos lleva a realizar conductas temerarias para solventar ese déficit. La ira, la ansiedad y la irritabilidad son conductas más propias de un estómago vacío que de un cerebro sin sustancia. Si hablando se entiende la gente, ayunando se muerden con los dientes. Por eso las religiones utilizan los ayunos para azuzar a sus fieles. No tiene más lógica la vigilia católica que la judía o el Ramadán musulmán. El nivel de estupidez es similar, aunque cambie el calendario o la creencia. Me viene a la mente una duda razonable. Si el domingo de resurrección se adelanta una hora el reloj ¿se cumple eso de que al tercer día resucitó o son dos días y pico? Lo que está claro es que la imbecilidad supera a la estulticia cuando alguien ridiculiza un credo religioso porque el suyo le parece más razonable. Ahí tenemos el caso práctico del señor Nolasco, vicepresidente del gobierno de Aragón.

La actualidad no está en ayunas, pero sí nos quieren poner a régimen. La dieta del marsismo es la receta de Miguel Ángel Rodríguez (MAR), como oráculo de Ayuso, para un buen concentrado de campo, destinado a los medios que denuncien la corrupción de la presidenta de Madrid y su entorno. La responsable de tanta muerte y abandono de ancianos durante la pandemia es tan cómplice popular como su partido. Va a ser que Casado no era un pobre hambriento de justicia, sino que se lo comieron con patatas en su propia familia.

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