Zaragoza y el cierzo

Ángela Labordeta

Ángela Labordeta

Cada ciudad tiene su monumento, una calle donde los críos juegan a escapar de los adultos, los primeros cines con los primeros besos en las últimas filas, sus patronos y un sinfín de ciudadanos que la aman porque es su ciudad y sin ella o lejos de ella se encuentran perdidos, casi huérfanos. Estos elementos son comunes a muchas ciudades, pero Zaragoza tiene algo que la hace única e insufrible en esos días en los que, como hoy, el cierzo golpea bruscamente todas las esquinas, las calles, los parques, las plazas, arrastra contenedores, hace que los árboles caigan arrodillados ante su fuerza y que los perros apenas quieran detenerse. Pero lo más estruendoso es como los zaragozanos nos enfrentamos al cierzo, evitando determinadas esquinas, aparentando burlar su fuerza agachando la cabeza, agarrando casi con violencia a los más pequeños para que el cierzo no los arrastre lejos de las manos de sus papás/mamás, o mascullando palabras malsonantes cuando nos sorprende con toda su fuerza, mientras atravesamos algunos de los puentes que unen las dos orillas del Ebro.

El cierzo es como un aire blanco, porque su temperatura es la de la nieve y se cuela y como decimos aquí da igual cuantas capas lleves porque el cierzo las atraviesa todas. Creo que Zaragoza sin su cierzo no sería Zaragoza y sin embargo sin la niebla sí que seguiría siendo Zaragoza, aunque hay gustos para todo y algunos zaragozanos, bastantes, prefieren la niebla al cierzo. Yo soy más del cierzo porque, salvando todos los desencuentros y adversidades que provoca, el cierzo trae consigo al sol y un momento de gran felicidad es buscar al sol en un día de cierzo en ese lugar de la ciudad, una terraza normalmente, donde el cierzo queda detenido por su orientación hacia el cementerio de Torrero, teoría que siempre defendió mi tío Donato y que resulta casi de precisa exactitud.

Todo el mundo conoce o ha oído hablar del cierzo en España y en cualquier ciudad cuando se levanta algo de aire lo asemejan al cierzo y te dicen: «¡Mira, aquí también tenemos cierzo!». Fue en Sevilla la última vez que me pasó y yo pensé dulce cierzo sevillano y te recordé, cruel cierzo zaragozano que golpeas esquinas y nos obligas a casi besar los bordillos, y me acordé de él que arrebatado abrazaba al cierzo mientras recitaba: «Pero me iré… nos iremos… pues el jardín no es leopardo aún y tu caricia una onda vaga tan solo en los suelos secretos del atardecer…»

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